La Jornada Semanal,   domingo 26 de marzo  de 2006        núm. 577


HUGO GUTIÉRREZ VEGA

INSTANTÁNEAS DE MONTALE (III Y ÚLTIMA)

Montale llamaba Mosca a su esposa, Drusilla Tanzi. En vida le dedicó sólo un poema, pero, al morir, se convirtió en el tema central de su poesía, en su "más amada sombra":

Querido pequeño insecto que, no sé por qué, llamábamos
mosca, esta noche, casi en la oscuridad, mientras leía el
Deuteroisaia, apareciste a mi lado, pero no tenías puestos
los anteojos y no podías verme... He bajado, dándote el
brazo, por lo menos un millón de escaleras, y ahora que
tú no estás, está el vació en cada escalón... Contigo los he
bajado porque sabía que, de los dos, las únicas pupilas
verdaderas, aunque tan empañadas, eras las tuyas.

Montale siguió el consejo de Eliot y no se dedicó exclusivamente a la poesía ("tarea que mucho tiene que ver con el inconsciente"). Escribió miles de artículos, entrevistas, ensayos y puntuales crónicas musicales. Asistía a todos los ensayos generales y a los estrenos de las óperas en La Scala, y se mantenía cuidadosamente informado para escribir las emocionadas notas necrológicas de músicos y escritores. Fue un periodista profesional que gozaba y amaba su tarea. Nunca pensó, como lo hicieron algunos esteticistas, que la prosa periodística dañaría su estilo literario.

En una fotografía publicada en el Corriere, aparecen los rostros sonrientes de Montale, Ungaretti y Quasimodo. Esta imagen no refleja la realidad de las relaciones entre los tres mayores poetas de su tiempo. No se odiaban, pero tampoco se querían. Los alejaban antipatías personales y ciertos celos profesionales. Las opiniones que sobre la poesía de los otros vertían en privado, viajaban con la velocidad y la amplificación de los rumores y esto mantenía vivos los agravios y los enconaba. Montale nunca simpatizó con Ungaretti. En cambio fue muy amigo de Quasimodo. Una serie de malentendidos los separaron e interrumpieron su comunicación de manera definitiva. Sin embargo, los tres siempre se defendieron en los momentos críticos. Esto me hace recordar la petición de Canetti a los escritores. "Tenemos que defendernos los unos a los otros, pues nadie nos va a defender."

Montale cuenta que en el invierno del ’26, frente a la puerta de La Scala, vio a un hombre anciano acompañado de su esposa. Ese hombre tenía un sorprendente parecido con el industrial triestino, Ettore Schmitz, cuya fotografía había visto en las Nouvelles Litteraires a raíz de la súbita fama obtenida por la obra del industrial que escribía con el seudónimo de Italo Svevo. Montale se aproximó a la pareja y arriesgó la pregunta: "El señor Schmitz?" No se había equivocado. Frente a él estaba el hombre que recientemente le había mandado una carta de agradecimiento por el artículo periodístico en el que aplaudía el reconocimiento de la critica especializada a la obra de ese triestino, amigo de Joyce y admirador crítico del pensamiento de Freud y de la riqueza artística, filosófica y científica de la Viena de principios de siglo. Al escuchar su nombre, Schmitz-Svevo lo invitó a tomar un café y le preguntó por un Montale con el que había tenido negocios y era su proveedor de resinas y de aguarrás. Schmitz lo recordaba como un comerciante honrado y eficiente. Dice Montale que los ojos se le llenaron de lágrimas, pues ese comerciante ejemplar del que Schmitz había sido cliente satisfecho y fiel, era su padre.