La Jornada Semanal,   domingo 26 de marzo  de 2006        núm. 577
 

Silvia Pratt

Camino a Trieste:
El destino de un viaje

Todo lo que uno ha visto, comprendido y amado cada día en otra parte
un estremecimiento de deseo y de futuro.
Nicole Brossard

El epígrafe del poemario de Nicole Brossard nos alerta sobre lo que será la travesía que realizó a lo largo de diez años. El título Je m’en vais à Trieste, el cual traduje como Camino a Trieste, lleva implícito un destino específico. Considero que elaborar una obra de esta naturaleza requirió, sobre todo, de mucha paciencia, ya que se trató un proyecto a largo plazo en el que ni la propia autora imaginaba, al escribir la primera línea, el momento exacto en que colocaría el punto final. Pero Brossard no colocó dicho punto, lo cual hace pensar que algún día su periplo podría continuar.

Seguramente así como hubo algo que detonó el primer verso del poema inicial —que, por cierto, es muy revelador porque sentencia: "siempre asombrarnos" y es de todos sabido que un poeta jamás pierde la capacidad de asombro—, así también hubo algo que desencadenó el último verso en el que palpitan "las pequeñas inmundicias que se arremolinan en lo universal". Imagino que Nicole escribía en cada viaje, incluso en sus paseos cotidianos por la ciudad de Montreal, de donde es originaria, cuando se percató de que el libro iba cobrando forma, que los textos iban adquiriendo un sentido, que cumplían una función. De ese modo habría de transcurrir una década para que el conjunto cobrara vida.

La obra original consta de 163 poemas, de los cuales elegí sólo cincuenta y cinco para la versión en español y así apegarme a los lineamientos de la edición. Sin embargo, aunque el volumen en francés es más vasto, eso de ninguna manera va en demérito del trabajo antológico, pues se siguieron ciertos criterios de selección al elaborarlo, como por ejemplo: que hubiese una muestra de los años registrados por Brossard; que hubiera un abanico de países por los que transitó; que se incluyeran textos en verso y en prosa; que se incorporaran algunos con palabras en lenguas distintas de la francesa y que los poemas elegidos tuvieran la mayor carga poética, es decir, que dieran testimonio de la madurez escritural de la autora, quien cuenta con una vasta trayectoria literaria.

La estructura remite a un orden cronológico. Cada composición lírica posee un título, la fecha, a veces la hora en que se escribió y, en ciertos casos, alguna referencia más precisa o una dedicatoria. Es como si Brossard deseara dejar plasmada una huella perenne, como si quisiera imprimir una constancia exacta de su paso por un lugar preciso. Su propósito es atrapar el sitio por el que transita, hablar de él. Hay en la poeta una noción topológica, ya que su escritura está directamente relacionada con el lugar y me parece que se consigue una especie de simbiosis entre el espacio exterior y los versos, una imbricación, un vaivén entre el emplazamiento físico y la palabra. Así, la autora va cantando al compactar y conciliar la parte afectiva con el entorno. Brossard sabe bien dónde iniciar la travesía: es en Tucson, el 11 de noviembre de 1993, entre "el delirio de Cherry Road" donde "el silencio es incapaz de silencio y entre múltiples sirenas" el "usa terror"; pero también intuye cuál es el destino final: Trieste, el 17 de junio de 2003. A esta ciudad le dedica varios poemas, después de visitar el castillo de Duino, donde miraba el mar desde tan alto "que los barcos se volvieron tortugas escarchadas en el milagro liso del Adriático"; o el Palazzo Costanzi, pero también el Caffè San Marco con algo tan cotidiano como "manteles rojos, naturalezas muertas, máscaras". Justo al terminar el trayecto, la autora "ya no sabía por qué había venido a respirar el mundo en las calles de una Trieste tórrida, un día de junio de 2003", lugar donde observó "perfectamente el sufrimiento en su dimensión real", espacio en el que "el Bóreas permaneció en el fondo de su recuerdo".

Cabe recordar el sentido simbólico del viaje como un escudriñamiento de las certidumbres, como una búsqueda. Sabemos de las grandes travesías de los chinos en pos del centro del mundo, por ejemplo, o de las odiseas de los grandes personajes de la literatura universal, como Eneas o Ulises. Sea cual sea la naturaleza del viaje, siempre hay algo por descubrir, un encuentro con lo que nos es ajeno. El escritor quebequense Louis Jolicœur, en el prólogo de la antología Nouvelles mexicaines d’aujourd’hui expresa: "Si es verdad que algo sólo es exótico ante los ojos del extranjero —es decir, de quien quiere serlo— seamos pues más bien viajeros que extranjeros y huyamos también de lo inmediato por el placer tanto más regocijante de conocer [...] Más vale buscar al otro, tener ojos viajeros." Camino a Trieste es un libro testimonial, un diario del trayecto por la existencia, una bitácora de amor y dolor, de sensibilidad e, incluso, de orfandad. Es una crónica o testimonio rescatado del mundo contemporáneo con sus sensaciones de vida o de desgracia, con sus expresiones sanguinarias, en fin, como si se tratara de un termómetro existencial. Nicole Brossard tiene una visión penetrante para husmear y aprehender con mayor intensidad otras vertientes, otras esferas, las zonas más profundas de la realidad. Las piedras reverberan, la luminosidad de la penumbra cobra vida en esta entidad real. También tiene una mirada filosofante, contemplativa, que reflexiona con vitalidad sobre lo que está captando ese cuadro lírico que tiene frente a ella; revela, pues, una mirada que registra varias partes del mundo, donde lo visible y lo cotidiano se entrecruzan con lo imaginario y la escuchamos decir: "La realidad, una manera de divagar, de abrir la ventana, de excusarnos." Destaca la manera en que presenta las estampas líricas en las que demuestra una gran capacidad de síntesis; poemas en su mayoría breves, escritos en verso libre, en los cuales se pone de manifiesto la destreza de la autora en el manejo de las atmósferas y del encabalgamiento. Como ejemplo de estas estampas, transcribo el siguiente poema:

Delos

29 de junio de 1995

horizonte rosa conmoción de luz
en la Terraza de los leones
hago mío el tiempo la ciencia azul
de las águilas y de las gaviotas
a lo lejos el marmóreo falo
derruido de Dioniso
camino después con ligereza
los ojos saturados de silencio
un mosaico de panteras a mis pies

La mayoría de los versos finales de los poemas son contundentes; "Guadalajara" es un buen ejemplo: "aquí, bajo la cúpula, bellas colegialas señalan/ con el dedo los murales/ la historia enorme buitre por encima de sus cuerpos"; o bien, en "Aranjuez": "luego vimos venir hacia nosotras/ lo poco de luz que subsistía/ no encontramos el nombre del ave/ que con su voz aterradora aterraba"; y, por supuesto, en "Nueva York-Madrid", cuando por el periódico sabe que: "en el otro extremo del planeta/ el Buda de Bamiyan estalla/ como vida de mujer bajo el burca".

En su recorrido, Brossard nos lleva por diferentes ciudades a diversos sitios: calles, plazas y hoteles, parques y cafés, exposiciones y museos, lagos, islas y playas. Puede tratarse de un tren o de un autocar. Plasma paisajes como "la negra mantilla de los acantilados a lo lejos", u horizontes luminosos; nos revela aromas y sabores, música y resonancias. Por otra parte, se perciben los matices y ambientes atmosféricos, colores y la presencia del mar. Son palpables las dualidades vida y muerte, dolor y gozo. Presencias y ausencias, siempre en el marco de un espacio que puede ser Atenas, Dublín, Toronto, Guadalajara, México, Pankow, Wanuskewin, Sevilla, Lyon, Nueva York, Brighton Beach, Ogunquit, Baalbek, Ljubljana, o también, el lago Bohinj, el parque Lafontaine, el café Príncipe en Santa Cruz de Tenerife o las Roppongi Hills; en fin, un sinnúmero de escenarios. En el poema "Hotel Clarendon" aparece un referente que ha sido una constante en la autora, el hotel, pues lo considera ya como un elemento inserto en su mitología personal dada su condición de viajera constante y que para ella representa "un sentimiento de libertad y de renovación". Este poema, escrito en mayo de 2000, nos remite a la novela Hier (Ayer), publicada en el tercer trimestre de 2001.

La escritura o los elementos que la conforman es otro tema recurrente y así aparece "henchido el corazón de comas"; o bien, "sílabas redondas", y de pronto surge "un adverbio de tristeza/ en la piel del ombligo". De igual modo, observamos la alusión al recurso lírico: "en medio de las dunas y de los cuarzos/ ahora que la noche ha cancelado los relojes/ y las metáforas". Pero Nicole no sólo camina con el lirismo en los labios, sino "expresando en lo sombrío/ la soledad del poema", o descubre de él su "alma horadada" frente al mar. Pienso, además, que en el libro está implícito un homenaje a Gaston Miron, ya que Brossard lo recuerda en el poema "Trois-Rivières". Rememora su sonrisa en "Key West" y en Trieste escucha la voz de tan importante personaje de la literatura quebequense. A lo largo del poemario observamos intertextualidades, guiños tanto a don Quijote o a Orozco, a Tito o a Lenin, como a Buda, a la Biblia o al Corán; a Timothy Findley, a Louise Labé, a Fernande Saint-Martin, a Louise Bourgeois o a Umberto Saba, entre otros.

En una entrevista que le hice a Nicole Brossard con motivo de su novela Hier, le pregunté cuál era su idea sobre el tiempo y me contestó que éste no ha sido un motivo específico de reflexión, salvo cuando está frente al mar. Sin embargo, considero que es un elemento primordial en Camino a Trieste, pues desde el título del libro nos da la idea de movimiento, de un continuo transitar, como lo hacen las manecillas del reloj, como lo revelan las fechas de cada uno de los poemas. Por instantes la autora se apodera del tiempo o simplemente lo deja transcurrir, o —¿por qué no?— contempla cómo la vida fluye a toda velocidad, sometida a los relojes. Los convincentes versos de "Museo mecánico", ofrecen no sólo una imagen afortunada del devenir, sino que nos engarzan con las raíces del pasado: "cae la noche/ con su saliva dos mapaches lavan el mundo/ contemplamos correr el tiempo sobre su piel/ un abismo de civilización frente a nosotras".

Hay poemas en los que la autora implica a Quebec, por ejemplo, en "Trois Rivières" destaca que ha sido bautizada como la "capital de la poesía" porque ahí se celebra cada año el Festival Internacional de la Poesía al que han asistido autores de todo el mundo. En este poema, Brossard hace referencia al café Mozart y al café-bar Zénob, en cuyas paredes se alberga el eco de todo lo que ahí se ha leído. Es también un homenaje a grandes figuras de las letras de Quebec, como Gilles Vignault, Gaston Miron, Gérald Godin, Rina Lasnier, por mencionar algunas, pero además alude a las generaciones jóvenes. Sin mencionar el nombre, el río San Lorenzo está presente en el "aroma de troncos flotantes". El Festival se realiza cada año en el mes de octubre, y Brossard finaliza evocando: "adiós regresaré", porque sabe que siempre tendrá la oportunidad de volver.

"Parque Lafontaine" me remite a la tarde del 7 de julio de 2002. El parque viene a mi mente no sólo por el poema de Nicole, sino por la lectura que se realizó en esa fecha en dicho lugar. Aquel domingo, desde muy temprano, una especie de neblina amarillenta transformaba el ambiente. El espectáculo era verdaderamente mágico. Pensé que era un fenómeno común en esas tierras boreales, pero después, precisamente a través de Nicole, me enteré de que era algo inusitado. El translúcido vaho amarillento permaneció a lo largo del día. En la tarde, durante la lectura, el crepúsculo fue espectacular porque el sol era de un rojo intenso, como una enorme pelota bermeja que el tono grisazulino del cielo resaltaba. Al terminar el recital conocí a Nicole Brossard. Cuando en diciembre de 2003 me obsequió Je m’en vais à Trieste, descubrí "Parc Lafontaine" y al disfrutarlo quedé impresionada por la imagen que Nicole había convocado, ya que a mi vez, esa noche después de la lectura, escribí sobre el mismo hecho en mi poemario Isla de luz. El fenómeno se debió a los incendios de los bosques en Abitibi, que provocó que el aire tomara ese matiz no sólo deslumbrante sino también enigmático. Este es el poema:

Parque Lafontaine

7 de julio de 2002

se ve un sol rojo de planeta raro
nada sabemos todavía de él:
hay dos o tres formas de aprender
respirando el aroma de la tarde incendiada
observar cómo penetra la luz en la noche
vertiendo sobre nosotros su brillo irreal
es un sol rojo de planeta raro
una vez más intentamos entender
gira y sin embargo sí
sabemos que está listo
para zozobrar en el verano, en el vino rosado
en el eco nocturno de los poemas leídos

Camino a Trieste encadena una serie de estampas, de daguerrotipos líricos e instantes perdurables. La travesía se condensa, la voz se vuelve perenne y lo cotidiano adquiere matices de singularidad, como si la autora pretendiera tomar una fotografía interna de su recorrido emocional. Cobran relevancia las oscilaciones en la expresividad para anclarse en esa dinámica y en esa cadencia tanto de sonoridades como de manifestaciones existenciales. Como en un vaivén, se advierte un fluir recurrente de lo interno a lo externo y viceversa. Brossard penetra en lo profundo, en lo último de la realidad a través de esta singular percepción estética. Desde la perspectiva de la traducción, también se gestó un recorrido lingüístico entramado con imágenes geográficas y literarias, a veces triviales o directas, con resoluciones inusitadas. En el final de lo poemas advertí el riesgo asumido por la poeta, y tuve que manejarlos con extremo cuidado para conseguir, en lengua española, el mismo remate estremecedor y hacer la recreación del efecto y de la dimensión artística, de la voz que reverbera en la obra original.