Usted está aquí: lunes 3 de abril de 2006 Opinión Hay modo

Hermann Bellinghausen

Hay modo

El Robinsón que se presentó esa tarde no era el barbón tradicional, semisalvaje y huraño, que no tolera más presencia que la de Viernes o su equivalente y las olas del mar. Ni el original de Defoe, ni el filosóficamente más perverso de Michel Tournier. Tampoco resultó mujer, como en la inventiva versión de Coetzee, quien faltó el respeto a Defoe con una idea interesante. Ni siquiera se parecía al más terrenal náufrago de García Márquez.

Pero como los robinsones de la literatura, este venía de regreso y ya no tenía la isla entera para sí mismo, ni el poder supremo sobre algunas iguanas y sobre la utilidad de las anonáceas. Me pareció más bien náufrago aquí, en el mundo moderno.

Sólo tenía su historia, y buscaba que alguien se interesara. Vestía como la gente. Bañado, afeitado, normal. Ante la taza de café en el restaurante de Reforma donde nos citamos, se me figuró un civilizado común y corriente. Había rechazado entrevistas de televisión, pero quería hablar.

-¿Sabe qué me salvó de volverme loco? -empezó, como si yo supiera de antemano que existió el peligro de enloquecer, o la posibilidad nada remota de que ya estuviera chalado.

Esa clase de preguntas no generan respuestas en mí. Soy perezoso, siempre supongo que quien las formula no pregunta sino que está adornando la respuesta que dirá enseguida.

Me equivocaba.

-¿Qué cree usted? -me emplazó, clavándome sus ojos negros por primera vez desde que nos saludamos. De hecho, ahí ví que no se los conocía hasta ese momento. Obligado a decir algo, balbuceé como acostumbro.

-Qué sé yo. El trabajo físico, la pesca de alimento, mirar las estrellas, cazar bestias, construir refugios.

-¿Por qué dice lo predecible? Me decepciona usted.

-¿Entonces qué? -busqué zanjar el punto para seguir adelante. No era un hueso fácil de roer.

-¿Qué cree usted? -insistió, irritante.

-Rezar. Nadar. Hacer artesanías.

-En la isla había todo lo que la naturaleza tiene, pero nada más. Ningún material humano, ninguna herramienta, ninguna solución.

Puso cara de seguir esperando mi respuesta. Qué lata. Primero, el entrevistado era él; a mí correspondía la parte de las preguntas. Segundo, qué me garantizaba que no estuviera ya loquito, que su experiencia de permanecer en una isla deshabitada del océano Pacífico durante tres años no le hubiese minado la cordura.

Iba a proseguir mi enumeración de respuestas, por destrabar el punto y proseguir, pero decidí tomar un atajo y ganar tiempo.

-¿Y cómo sé yo, y en todo caso cómo sabe usted que no está loco?

Sin decir palabra, me transmitió la advertencia de "no te pases de listo, eh". Dudé entre el tono burlón de "pudiste contar ovejas, recordar versículos de la Biblia para inventar tu propia religión o pasajes de poesías escolares". No me atreví. Su actitud era grave, imperiosa.

-¿Yoga? ¿Meditación trascendental? -aventuré.

Comenzó a desesperarse. Y a desesperarme. Me obligó a seguir tratando:

-Coleccionar insectos exóticos. Moldear castillos de arena en la playa. Recordar nombres de calles, personas, países...

Curiosamente, no se me había ocurrido lo que yo hubiera hecho en su lugar. No pensé que fuera un hombre de letras. Y no supe cómo le haría en un lugar sin papel ni tinta. Pero ante lo infructuoso de mis hipótesis previas, solté esa, sin esperanzas de acertar:

-¿Escribir?

Me miró satisfecho. Asintió con la cabeza. Dijo:

-Me puse a escribir cartas y mensajes para tirarlos al mar en botellas.

Allí comenzaban mis preguntas. ¿En qué hojas? ¿Escritas con qué? Y ultimadamente, ¿cuáles botellas? Robinsón me escuchó, terminó su café, se reclinó en la silla y dijo:

-Siempre hay modo.

-¿Y qué escribía?

-Lo que me decían las voces.

-¿Qué voces?

-Las que habitan en la isla.

-¿Habitan?

-Ajá -respondió, dando inicio a la entrevista.

 
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