Usted está aquí: sábado 8 de abril de 2006 Opinión París-Los Angeles: viaje redondo

Ilán Semo

París-Los Angeles: viaje redondo

¿Qué pueden tener en común los estudiantes de Francia que hoy exigen la renuncia del presidente Chirac con los cientos de miles de mexicanos que reclaman el derecho a salir de la sombra de la ilegalidad en las calles de Los Angeles, Boston y Chicago? The Economist, Foreign Affaires y Newsweek exhiben en sus portadas el azoro frente a una explosión social que era todo menos predecible. Y coinciden en el estupor y en las maneras de formularlo. Al parecer, en las calles de París se juega algo más que el destino de una legislación sobre el empleo. En esa nueva ira, quieren suponer los editores, se dirime un futuro entero, el de Francia. (Ya en calidad de mantra, la frase aparece de manera idéntica en las tres publicaciones, como si confirmaran una convención hacia la catástrofe.) Por su parte, L'Express, Nouvel Observateur y Signe responden con la misma dosis de agitación perceptiva: en esta última, una bandera mexicana con fondo de la Estatua de la Libertad ironiza el "futuro de Estados Unidos". El futuro, se supone, es algo bastante serio. Sobre todo cuando se trata del que aguarda a una nación entera. Y tal vez tengan más razón de la que quisieran tener.

Que la percepción del destino de un país penda de una ley laboral (y no del "mercado de valores", "el flujo de inversiones", "las tasas de interés" y todos esos sintagmas cuasi mágicos de la semántica económica a los que estamos acostumbrados) es ya una ironía y un síntoma. (El gobierno de Chirac se ha propuesto modificar o, mejor dicho, cancelar, el antiquísimo derecho francés y europeo a la seguridad del trabajo, para los jóvenes entre 20 y 26 años.) Tampoco es automático entrever que una filosofía económica se juegue su legitimidad en el trance. Finalmente, la ley propuesta por De Villepin pretende sumir en la causística del mercado lo que antes se hallaba bajo un régimen de obligaciones sociales, es decir, sumir a los futuros egresados de las universidades en condiciones similares a las que se ejercen (de facto, no de jure) sobre los habitantes de la banlieu (los nuevos cordones de la pobreza francesa), que hace unos cuantos meses incendiaron, textualmente, una parte de la planta automotriz para hacerse visibles.

¿Nanterre convertida en parte de la banlieu? ¿Un parking place, un estacionamiento de desempleados? Del futuro hablamos, sin duda.

Hay mucho de irresponsabilidad política, y más de ineficiencia económica, en el formato de la reforma laboral. La clase política que ha gobernado Francia desde la caída de De Gaulle en 1968 parece convencida de que la solución al problema de su productividad (o, mejor dicho, improductividad) económica se encuentra en reducir a su fuerza de trabajo a una entidad cada día más tercermundista. Es una convicción, digamos, estamental, casi de antiguo régimen. Claro, ha estudiado el ejemplo estadunidense.

Desde finales de los años 70, las fronteras estadunidenses se volvieron porosas frente a la emigración masiva de trabajadores ilegales (latinos en su mayoría, pero sobre todo mexicanos). En esa zona profunda, la ley dejó de aplicarse. En tan sólo dos décadas, entre 13 y 15 millones de trabajadores indocumentados modificaron la geografía productiva del gigante. Europa también convocó emigrantes para un proceso similar. La diferencia es que eran "invitados", como en Alemania, o adquirían rápidamente la ciudadanía, como en Francia. Estados Unidos se hizo de un hinterland laboral único, en el que se pagaba la cuarta parte de los salarios normales, no existían los derechos civiles ni humanos y el Estado se desentendía de sus obligaciones. California, por ejemplo, devino la sexta economía mundial gracias a esta conjunción entre la más alta de las tecnologías y el más infrahumano nivel de las condiciones para el mundo del trabajo. Ahora las elites francesas envidian este periferismo inserto en el centro industrial y tecnológico.

Demasiado tarde. Las protestas de París y Los Angeles anuncian los primeros síntomas contundentes de la decadencia de los argumentos que hacían irrevocable la racionalidad del mercado y la competitividad entre quienes no contaban con herramienta alguna para ser parte de ella. Toda la arrogancia de los años 90 se ha vuelto una pésima idea. Estados Unidos enfrenta el más impredecible de los retos de su historia inmigratoria para encontrar soluciones a una identidad que no admite lo normal en la historia de sus identidades. Por lo pronto ya ha provocado la mayor crisis política que le ha tocado enfrentar a la administración actual. El Partido Republicano se ha dividido y la Casa Blanca perdió la mayoría que le permitió hasta la fecha continuar con la aventura de Irak. Y nadie, en sus cinco sentidos, cree que Francia tenga, en el contexto de las grandes potencias, futuro alguno con su actual clase política. Habría mejor que hablar de la Francia del futuro. Y algo de ella está en juego en las actuales calles iracundas de París.

 
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