La Jornada Semanal,   domingo 9 de abril  de 2006        núm. 579


HUGO GUTIÉRREZ VEGA

DISCURSO SOBRE PELLICER (II DE V)

El tercer encuentro fue el mismo día de la muerte del poeta y senador de la República. Velamos su cuerpo en el vestíbulo del Palacio de Bellas Artes y, entristecidos, salimos a un principio de tarde con una luminosidad inusual para esa época del año. La bailarina Gloria Contreras se me acercó para contarme que esa misma noche se estrenaba su coreografía sobre los sonetos de "Hora de Junio" con música de Gutiérrez Heras. Se había planeado que Pellicer, vestido de negro, en el centro del escenario, dijera los poemas mientras a su alrededor se plasmaba la coreografía. Gloria me preguntó si me sabía los sonetos de memoria. Le dije que sí y me pidió que supliera al maestro en el estreno. Esa tarde tuvimos dos ensayos y le sugerí a Gloria que no se dijera nada sobre el cambio de lector aunque el nombre de Pellicer ya estaba en el programa. Muchas personas seguramente ya tenían noticia de su muerte, para las otras sería una sorpresa la presencia de un actor suplente. Cayó sobre mí la luz de un cenital y empecé a decir el poema: "Junio me dio la voz, la silenciosa, música de callar un sentimiento." Se oyó un murmullo en la sala, pero seguimos adelante. Al final, alguien intentó aplaudir, pero pedimos silencio. Sin embargo, del fondo de la sala se escuchó una voz diciendo el padre nuestro. Todos lo dijimos y de esa manera despedimos al poeta cristiano.

Así era este poeta, museógrafo, senador, defensor de su pueblo y de su historia. Por eso escribí este discurso ditirámbico.

Decía William Butler Yeats que conforme se hacía más viejo su poesía se rejuvenecía. Algo similar sucedió en la vida y la obra de Carlos Pellicer. La proximidad de la muerte —presente sin angustia—, lo llevó a afirmar de nuevo —aunque de distinta manera— lo que había dicho en "Colores en el mar":

En medio de la dicha de mi vida
deténgome a decir que el mundo es bueno
por la divina sangre de la herida.

El viejo atleta solar, el originario de las tierras acuáticas, el amante de las piedras con voz, el ordenador poético de los paisajes, se acercó a la muerte con los sentidos intactos, con las manos ardidas de sol y de vida, con la sensualidad y el erotismo que no naufragan, sino que vencen a la nada. Siempre podemos decir: "Muerte, ¿dónde está tu victoria?"

La materia poética de Pellicer es la vida misma. Pocos poetas han sentido la existencia con tanta claridad, con tanta fuerza:

Mi corazón, Señor, como el poema,
sube la escalinata de la vida.

Su poesía está ligada a la ascensión —misterio humano que muy pocos hombres desentrañan. Por eso era un poeta candoroso y, a la vez, lleno de santa malicia, de humor, de sentido de la oportunidad y de la cabriola. En su cortesía había siempre un dejo amable y burlón; su solemnidad estaba hecha para divertirse y para divertir. Poco antes de que muriera, un guajolote pomposo —articulista sentenciador— le preguntó: "¿Maestro, por que no va usted al Senado?", y Pellicer contestó: "Ay, mi señor, es que no sé dónde está."

Si bien toda poesía verdadera es autobiográfica, al final del poema y de la vida, la anécdota se pierde y flotan suntuosamente las barcas construidas con palabras. La poesía permanente es la que se hace con la propia vida; la que sabe ser un trabajo de amor. La pura pirotecnia divierte un rato y desaparece; el cielo de la noche borra su memoria.

Ser bueno como el agua del camino,
ser dichoso, Señor, no es ser divino.

Para el poeta, franciscano sensual, dueño de su cuerpo, gozador de lo dado por los sentidos, "todo es gracia". Las olas innumerables, los jardines submarinos, los lentos y profundos naufragios, la suave espuma, la amarga sed, la vida y la muerte unidas en el tiempo marítimo, en la puntualidad misteriosa de las olas que a la vez alegran y matan. Todo esto es la sustancia de la vida y de la poesía.

El azul del modernismo, adquiere en Pellicer una tonalidad nueva:

Y el silencio dijo en coro:
ya mañana no hay azul.

Continuará