La Jornada Semanal,   domingo 9 de abril  de 2006        núm. 579
A LÁPIZ
Enrique López Aguilar
a [email protected]

GARABATOS URBANOS

En 1991 viajé a La Habana y varias cosas llamaron mi atención: que en el Malecón, cerca de El Morro y un cuartel del ejército, un anuncio mirara hacia el Golfo de México, en dirección a Florida, con advertencias a los yanquis en caso de atreverse a hollar el suelo cubano; que la ciudad requería de un severo proceso de restauración y las fachadas una buena cantidad de manos de pintura; que el tiempo parecía haberse detenido en un espacio urbano muy bello, con un peculiar sabor caribeño caracterizado por la mezcla de culturas. Además de apreciar que los turistas eran ciudadanos de primera, que había muchas carencias y que se prohibía la entrada a los nativos a lugares como El Floridita, donde se dice que Hemingway inventó el daiquirí, percibí otro hecho asombroso: la ausencia de grafittis en las paredes de la ciudad y de la publicidad llamada "espectacular" en las azoteas de los edificios (la ausencia de toda publicidad comercial), lo cual dejaba respirar los muros de cada calle, no obstante el deterioro del tiempo, y producía una sensación de amplitud en el cielo.

Conocí una Ciudad de México sin vendedores ambulantes y alguna vez creí que ellos eran el único obstáculo para apreciar fachadas y portadas como las de Santa Inés, a un costado del Museo de la Giganta y en contra esquina de la Escuela de San Carlos, al caminar por la calle de Moneda, pues con el ambulantaje la invasión de las banquetas no sólo exige habilidades adicionales para que el transeúnte evite tropiezos con la mercancía y los tubos de las estructuras donde ésta se coloca, sino que impide la vista de casas, tiendas y edificios históricos, así como la simple deambulación.

Hoy, caminar por la Ciudad de México es rememorar nostálgicamente La Habana, Belgrado, Estambul, Budapest, Cracovia y la antigua Ciudad de México, lugares donde no hay vendedores ambulantes (en Estambul sí, pero distribuidos en los alrededores del Gran Bazar, el Mercado de las Especias y el muelle junto al Puente Gálata); lugares donde, de existir el grafitti, éste resulta imperceptible y la publicidad "espectacular" es inocua, sin el empeño de afear y hundir casas y edificios bajo ruinas de frases, imágenes y productos dispuestos a ser vistos mientras se disuelven en una selva donde dejan de mirarse.

Antiguo como el ser humano, el grafitti pretende ser la marca de un aquí estuve colocada en cualquier piedra, muro, columna o edificio, una suerte de botella lanzada al mar del tiempo que plasma declaraciones decorativas, personales, amorosas, políticas, obscenas o "filosóficas", por lo cual es apreciado como documento entre historiadores, arqueólogos, restauradores y artistas visuales, quienes perciben que los grafittis se vuelven parte del lugar donde se asientan (recuerdo uno, rescatado del edificio inquisitorial de Santo Domingo, en Poesía en movimiento: "a callar, a callar,/ que aquí pegan por hablar"). Sin embargo, casi todo el grafitti contemporáneo de México es una monótona marca territorial de quién sabe quiénes que afrenta las paredes y portones ajenos con un abigarramiento feísta alejado de la complejidad meditativa del mandala, sin ingenio ni verdadero ímpetu creativo.

¿Por qué ofenden en las calles los ambulantes, los grafittis y la publicidad? Porque representan la arrogancia de quienes se creen dueños de un espacio para intervenir en él sin cortapisas (por componendas y concesiones políticas, porque no les importa la gente ni la propiedad privada ni los lugares públicos, porque creen que en una ciudad se impone la sigilosa ley del más fuerte: se arrogan todos los derechos, no presienten ninguna obligación y, desde luego, desprecian a los ciudadanos, quienes desean vivir en un lugar libre de tales adulteraciones). En el caso de una verdadera vindicación cívica, prefiero que los grafitteros cubran con sus marañas visuales a los peseros, a la publicidad "espectacular" y a los puestos y puesteros que invaden las calles: al final, sería un ajuste de cuentas entre jinetes apocalípticos instalados en las ciudades tercermundistas y dispuestos a menoscabar la paciencia de todos.

El signo de la ciudad se entierra bajo los garabatos del ambulantaje, el grafitti, la publicidad y los peseros, arrebatando a sus habitantes el derecho a vivir un espacio urbano digno de tal nombre sin esas cuatro modalidades de contaminación espacial, visual y de tránsito, tan tóxicas como la auditiva y no menos dañinas que las que descargan desechos en el aire y el agua.