Usted está aquí: lunes 10 de abril de 2006 Cultura Bang on a Can detonó el sonido de la eternidad con música de Brian Eno

Brillante ejecución de la obra Música para aeropuertos en Bellas Artes

Bang on a Can detonó el sonido de la eternidad con música de Brian Eno

Obras de Reich, Nancarrow y Pascoal en el cierre del festival del Centro Histórico

PABLO ESPINOSA

Ampliar la imagen Aspecto de la presentación del conjunto neoyorquino Foto: Francisco Olvera

El estreno en México de la Música para aeropuertos del compositor británico Brian Eno con el conjunto instrumental neoyorquino Bang on a Can fue un estallido calmo que refrendó el big bang como un latido rítmico de la eternidad, es decir, el nacimiento en el universo del humano en el planeta Tierra. Revivió la noción de vuelo atemporal en los mortales, reconstruyó la historia de la humanidad en su alma y restauró la relatividad de la noción del tiempo.

En el cierre implosivo del Festival de México en el Centro Histórico, un sexteto de expertos que volaron desde Manhattan para tal efecto a Bellas Artes puso en órbita una parvada de volantes que navegaron entre el éxtasis y el esnobismo con un programa exultante, conformado por una muestra en botón de lo mejor de la música del siglo XX.

El programa empezó con Electric Counterpoint, una de las obras maestras de Steve Reich (1936), que se conocía en México solamente por su grabación en compacto a cargo del Kronos Quartet con el maestrísimo Pat Metheny (discos Nonesuch), cuyo papel tomó Mark Stewart, uno de los líderes de Bang on a Can, para inaugurar una noche de vuelo en alfombra mágica y misteriosa, una puesta en vida del alucinamiento.

Enseguida sonaron los Cuatro estudios para pianola del maestro Conlon Nancarrow (1912-1997), en una versión absolutamente insospechada, pues jamás se había escuchado en México esa música tan adelantada a todos los tiempos precisamente en una división de tiempos musicales tan entrecortada, intensa y plena de inteligencia y talento como la que sonó en una batería a la izquierda del proscenio, seguida en su misterio por un sexteto de músicos crecidos en la hoguera de la imaginería de su autor, quien ideó esta pieza para un instrumento digno de un óleo de Remedios Varo: un piano mecánico que no necesita de ningún pianista, idea que siguieron los integrantes de Bang on a Can para completar una orquestación alucinógena que hizo tomar cuerpo a esa orquesta invisible que construyó Nancarrow en su casa de Las Aguilas, en la ciudad de México, edificada por Juan O'Gorman, en la cual el compositor armó una serie de artefactos mecánicos como una robótica artesanal donde sonaba toda una orquesta por fuerza de la magia de una partitura que nació tan sólo de su mente, que es como suelen ocurrir los mejores partos de la creación humana.

La parte culminante del primer hemisferio del programa se incendió con una pieza plena de epidermis y sudor erótico a cargo del brasileiro Hermeto Pascoal (1936) en una hoguera titulada Aragua, cuyas pavesas se convirtieron en volcanes en todas las puntas corporales de los circunstantes.

La fracción estelar de la velada transcurrió en un éxtasis orgiástico. Las simples cinco notas con las que Brian Eno construyó un universo entero transcurrieron durante una eternidad con la expansión anímica de una experiencia zen.

La instrumentación de esta obra maestra construida con máquinas realizó el prodigio de su puesta en vida, en pulsación de ritmo cordial y respiración acompasada para que el espíritu de los escuchas y los músicos se convirtiera en un espejo de la eternidad que respiraba en todos y cada uno de los instrumentos que sonaban a suspiro, a respiración de ángeles, a un exhalar e inhalar, exhalar e inhalar, exhalar e inhalar interminable, tanto cuanto dura una vida en esta tierra nuestra.

Las notas en el piano, hondos gemidos a lo Gyorgy Ligeti, diamantes pulidos a la manera de Anton Webern, se acrisolaron con el tañido de un violonchelo etéreo alimentado con el pitido ronco de un sax barítono y un clarinete hipeando a la par de teclas digitalizadas y caricias de las percusiones en gong y de manera sublime en campanas tubulares percutidas y también acariciadas de manera tal que lo que se escuchaba era un canto coral de colibríes, un estrépito de ángeles, un discurso filosófico que juntaba a Esquilo con Heidegger, a Pitágoras con Husserl, Arquímedes con Derrida en un poema quieto y calmo, lento y dulce, laaaargo, laaargo, inexorable y exultante, que duró nada, es decir una eternidad.

El alma entonces podía abandonar tranquilamente el cuerpo y retornar en el momento que más le placiera. El auditorio perdió la noción del tiempo, que en realidad no existe, para volar en el éter. Luego, de vuelta a la condición humana, profundamente humana, se presenció entonces un prodigio que jamás se repetirá en la vida porque el tiempo, se constató nuevamente la noche del sábado en Bellas Artes, sencillamente no existe.

Tan sólo existe la belleza.

Los antiguos mexicanos decían que sólo venimos a soñar. Hace unas horas en Bellas Artes creció ese delirio humano: sólo venimos a sentir, a disfrutar. Sólo venimos a alucinar. Eso es lo que existe en el aquí y ahora.

Mientras tanto, la noche del sábado se supo en Bellas Artes cómo suena la eternidad.

 
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