Usted está aquí: jueves 13 de abril de 2006 Opinión El salvador del genio mexicano

Vilma Fuentes

El salvador del genio mexicano

Cuando lo conocí, en 1966, Salvador Elizondo ya se había creado la burbuja de cristal donde se refugió de la realidad y la locura: no permitía entrar a nadie, hacerlo hubiese sido dejarla estallar y correr los riesgos consecuentes de respirar un aire impuro. Clemente y esquivo al mismo tiempo con los otros, si bifurcaba las pistas por los senderos que hubiesen podido llevar a él, regalaba negativos, sombras huidizas de su persona, a quienes se atrevían a acercarse demasiado.

En las últimas páginas de su magistral Autobiografía, verdadera joya del género, explica la disposición exacta de la fotografía que decidió ofrecer a quienes se le aproximaban: una pieza con algunos libros, un retrato de los emperadores Maximiliano y Carlota, un aire musical, unas cuantas palabras -que él sabía bien- dejaban su marca imborrable en quien pretende escuchar su canto peligroso. Pero una cosa es cierta: su burbuja insondable como la gota de agua viva atraía a los incautos con el magnetismo de las estrellas negras. No había marcha atrás, puedo decirlo por experiencia propia.

Salvador había congelado su luz y su tiempo en esos negativos: sin duda por ello la magnífica fotógrafa Paulina Lavista fue su esposa.

En 1966, Elizondo me parecía un hombre viejísimo, me doblaba la edad. Lo escuché hablar muchas tardes con Francisco Zendejas en la galería Excélsior. Salvador hablaba aún de política -a su manera- y tal vez porque se trataba de Trotsky. Pero charlaban sobre todo de literatura y de algo que interesaba mucho más a Elizondo: la escritura. Desde luego yo no intervenía. Fue durante ese año cuando se establecieron las reglas de juego entre Salvador y yo. Quizá por descuido ante mi juventud, quizá por benevolencia frente a mi ignorancia, me dejó acercarme a su burbuja de cristal y me dio algo más que un negativo o una foto. Se acostumbró a regañarme sin miramientos, a corregir el curso de mis ideas, dándose el trabajo de iniciarme, más que de formarme, obligándome a pensar, a romper con estereotipos, cánones, ideas recibidas, pereza, falsedades y otros vicios de la reflexión. Sus exigencias eran de un orden absoluto. Podíamos reír, pero sin estupidez. Salvador no podía tolerar la vulgaridad del espíritu y le daba urticaria las mentiras complacientes que sobajan el pensamiento.

Sin embargo, no sólo no era un hombre frío: más que apasionado, Elizondo fue un poseído. Enjuto, delgado, con la piel palpitante, su cuerpo hecho más de nervios que de carne y hueso, Salvador podía saborear las frivolidades, jugar al dandy, u observar con calma la imbecilidad como un entomólogo la mariposa, tratando de comprender un universo por completo ajeno. Pero podía salir de quicio cuando el asunto le concernía. Con su voz nasal, el puño derecho esgrimiendo el aire, clamando su cólera, Elizondo se agigantaba en esos momentos.

''¿Más joven que yo, más joven? ¿Y consideras eso una ventaja? Nunca, nunca, óyelo bien, nunca podrás alcanzarme: siempre seré más grande que tú ante la eternidad", me respondió en ese año de 66 cuando aludí a mis 17 años una tarde en que me acompañó a Bucareli a tomar mi camión. Acabo de entender lo que quiso explicarme.

Los años fueron pasando acercándome a él más y más: de habernos visto en un espejo -y hay una foto en la que estamos los dos en su sala, pero sólo su imagen aparece reflejada-, habríamos podido ver la figura solitaria de Salvador en su superficie, tanto era mi mimetismo; 69, 70, gracias al Centro Mexicano de Escritores, nos veíamos todos los miércoles, cuando, después de las sesiones de lectura, íbamos a un café acompañados por Juan Rulfo y, a veces, otros becarios. Después a casa de Salvador, en el Parque México, sólo con Rulfo, quien no nos dejaba. Juan murmuraba su monólogo interminable, fumando Delicados uno tras otro, invisible, desapareciendo en el baño, desvaneciéndose de pronto sin que nos apercibiéramos sino cuando, según su antojo, decidía reaparecer.

El I Ching, Pound, Joyce, Valéry, Borges, Mallarmé, Torri, La Méthode de Léonard una y otra vez.

Un mundo qué contar. Páginas y páginas como las de los casi cien cuadernos que forman su ''Diario". Entre los deseos que tengo está el de llegar viva, y sobre todo lúcida, para leer esas miles de hojas que no serán publicadas antes de 25 años y de las que tuve la suerte de tener un atisbo en esos tiempos.

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