Usted está aquí: domingo 16 de abril de 2006 Sociedad y Justicia EJE CENTRAL

EJE CENTRAL

Cristina Pacheco

Días de silencio y flores

Cada mes tiene su luz, su floración, su ritmo y conlleva ciertas preguntas obligadas. Enero: "¿No le parece que hace más frío que otros años?" Febrero: "¿Desde cuándo empezamos a celebrar el Día de San Valentín?" Marzo: "¿No es alérgica al polen que flota en el aire?" Abril: "¿No va a salir de vacaciones?"

Desde niña para esa pregunta tengo la misma respuesta: "No". Aunque el principal motivo era la falta de recursos, mis padres lo justificaban con otro más poderoso: la solemnidad de la Semana Santa. En esos días los dos únicos espejos de la casa eran velados con telas opacas, el radio RCA Víctor iba a parar enmudecido al entrepaño más alto del ropero.

A mis hermanos y a mí se nos exigía que hiciéramos el menor ruido posible y moderáramos nuestros juegos. En opinión de mi abuela no era correcto que anduviéramos saltando y riéndonos a carcajadas cuando Jesús iba a padecer por nosotros el más cruel de los tormentos. Para que no tuviéramos dudas al respecto, sacaba de su novenario una estampita del Señor de los Azotes y nos describía, como si no lo estuviéramos mirando, el Divino rostro y la piel doliente ultrajada por el látigo.

Ante esa prueba de lo que Jesucristo había hecho para redimirnos, era imposible resistirse a un último sacrificio ordenado por mi abuela, si es que deseábamos mostrar nuestro amor a Dios: "Nada de dulces. Háganlo por El, que murió en la Cruz para salvarnos".

Mustios, agobiados por la culpa, sa-líamos a despedir a nuestros vecinos, que se iban de vacaciones a playas que para nosotros formaban parte de una imposible geografía. Ellos, tras recomendarnos que "le echáramos un ojito a sus viviendas", nos lanzaban una mirada de conmiseración idéntica a la que me envuelve aún hoy cuando alguien me pregunta y le contesto que nunca he salido de vacaciones en Semana Santa. Gozo de la ciudad semidesierta, lo mismo que de niña disfrutaba con mis hermanos de la Tacuba solitaria y de la vecindad abandonada.

La mujer de blanco

Siempre y cuando nos atuviéramos a las reglas impuestas por mi abuela, éramos libres de salir a la calle o improvisar juegos en los tres patios de la vecindad, que sin tambos de agua ni ropa tendida al sol se volvían inmensos.

Por las mañanas nuestra diversión predilecta consistía en subir a las azoteas y mirarlo todo como si fuéramos "El amo del silencio", personaje de una radionovela. Desde las alturas nos asomábamos al interior de las casas y descubríamos sus secretos sin que nadie lo impidiera con gritos y amenazas: "Niños, ¿qué están haciendo allí? Bájense antes de que los acuse con la portera".

Hacia el atardecer, cuando ya habíamos agotado todas las posibilidades de juego en las azoteas, nos sentábamos en el zaguán. Desde ese observatorio mis hermanos veían pasar los escasos automóviles y las pipas de Pemex que, con el tintineo de los colgajos metálicos prendidos de las loderas, nos advertían del peligro de atravesar la calle a su paso. En realidad mi interés era otro: ver a "La mujer de blanco" cuando saliera de su casa.

Ocupaba buena parte de la cuadra de enfrente. De cantera rosa, con balcones altos, portón y garaje, la casa contrastaba con el resto de las viviendas de una sola planta, improvisadas o a punto de caer.

La dueña de lo que suponíamos una mansión era una mujer corpulenta, de cara redonda y tersa como de cera. El sobrenombre respondía a su costumbre de ir siempre vestida de blanco: desde el velo hasta los zapatos con agujetas parecidas a las que usan las enfermeras.

"La mujer de blanco" vivía como ermitaña. Sólo la visitaban sus tres hermanos, también corpulentos y cerúleos, y rara vez abandonaba su casa. Sus salidas obligadas eran la mañana del 5 de enero, para llevar dulces y juguetes a los orfanatorios, y el Viernes Santo, rumbo a la parroquia de la Asunción, donde iba a darle el pésame a la Santísima Virgen.

La luz de las jacarandas

En ambas ocasiones la recogía el mismo chofer en un Oldsmobile gris. "La mujer de blanco" lo esperaba junto al portón abierto, supongo que para no manchar su aura de santidad ni darnos excusa para que murmuráramos que recibía hombres en su casa.

Desde la banqueta podía verse hacia el patio rectangular sombreado por una jacaranda en todo su esplendor. La luz del sol abrillantaba el color de las flores. Los reflejos azules revestían las paredes blancas con tal intensidad que el patio se transformaba en una enorme pecera donde nadaba el árbol.

En derredor de su tronco áspero y grueso, levemente inclinado, las flores desprendidas de las ramas describían un círculo perfecto.

La visión duraba apenas los dos o tres minutos que el Oldsmobile tardaba en llegar. El chofer descendía para recibir el reclinatorio plegable que su patrona le ponía en las manos con la solemnidad de quien entrega una reliquia.

Mientras el chofer acomodaba el reclinatorio en la cajuela del automóvil, oíamos el tintineo del llavero con que "La mujer de blanco" cerraba el portón. Después, como si aquella maniobra no fuera suficiente para garantizar la seguridad de su casa, la ermitaña empujaba el portón con las palmas de sus manos, y al sentirlo bien cerrado, inexpugnable, por fin se dirigía al automóvil.

Me entristecía imaginarme la jacaranda sola en la casa, clavada a mitad del patio, prisionera en su círculo azul, lloviendo flores sin que nadie pudiera ver -y luego recordar, como lo hago ahora- la incomparable opulencia de sus ramas.

La beata regresaba al anochecer. De prisa abría la puerta de su casa y sin proponérselo me regalaba una última visión de la jacaranda: envuelto por la oscuridad, el árbol era una sombra intrincada, un laberinto de ramas aislado en un círculo oscuro.

Nunca he olvidado aquel árbol. Lo recuerdo sobre todo cuando se acerca la Semana Santa y en los brazos torcidos de las jacarandas aparecen brotes verdes que de un momento a otro, inesperadamente, se convierten en ramilletes que concentran lo azul. Sólo por contemplar esos árboles vale la pena permanecer en la ciudad durante la Semana Santa.

La resurrección de la primavera

Cuando era niña pensaba que el círculo dibujado por las flores desprendidas de las ramas era parte de un ritual mágico que protegía a las jacarandas. Sigo creyendo que una fuerza superior, más allá de la estupidez y la codicia, custodia al árbol que, desnudo, tiene la intrincada belleza de una catedral y al florecer teje su propio cielo.

Algo especial tienen las jacarandas. Sólo así puedo explicarme que en su tronco nunca haya visto clavado el retrato de un político en campaña, la invitación a una fiesta infantil, el citatorio para una clase de yoga al aire libre o a la oferta de jugosas ganancias a cambio de hacer un trabajo "desde la comodidad de su hogar".

¿Qué es lo que en verdad salvaguarda a las jacarandas en la Ciudad de la Eterna Destrucción? Su belleza, su memoria, su puntualidad, su constancia para renacer cada año tan eternas y bellas como aparecen en el recuerdo.

 
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