La Jornada Semanal,   domingo 16 de abril  de 2006        núm. 580

Y SIN EMBARGO SE MUEVE

ENRIQUE HÉCTOR GONZÁLEZ

Carlos Monsiváis,
"No sin nosotros". Los días del terremoto. 1985-2005,
Era,
México, 2005.

Borges, hablando de Kafka, dice que los autores esenciales generan a sus propios precursores: se adelantan a su obra, se sobreviven a sí mismos y permiten vislumbrar a los que estaban antes, haciendo de la sucesión una simultaneidad insólita y de la secuencia un orden anterior. Síntoma de la postmodernidad (uno más de los inabarcables rasgos de su cauda), los hechos terminan, asimismo, por parecerse luego a los libros, los actos se acomodan tardíamente a las palabras y el hilo conductor que antes explicaba los hitos de la historia de un modo ameno y consecuente es ahora un ovillo azaroso que va de ninguna parte a ningún lado, con escalas en lo imprevisible.

Todo esto a propósito de que antes y después es una fórmula equívoca que a veces impide leer a futuro y, más bien, invita a reconocer en retroceso, a ver lo que vino luego como una causa remota de lo que ya estaba en ciernes y no habíamos tenido la paciencia (o la astucia) de mirar en su esplendor; por ejemplo, la circunstancia del terremoto de 1985 en nuestro país, que hizo moverse y despertar de su concha al musculoso molusco de la inercia, ese que ya en 1968 se había organizado para decir "Ya basta", que en 1996, en la Semana Cultural Lésbico-Gay, pronunciará un sonoro "No sin nosotros", y que hace un año, en abril de 2005, generaría la marcha más habitada (desde luego, mucho más nutrida que esa moderada movilización del buen gusto contra la violencia que, por esas fechas, perfumó Reforma con aromas caros) en la historia de la ciudad: la que se opuso a la descalificación electoral de López Obrador.

El libro de Monsiváis, afortunadamente, no se ocupa de la gente que perdió su Porsche en la Alameda o su porte al caminar junto a peatones sin pedigree, ni tampoco es un catálogo de las marchas ocurridas en Ciudad de México en los últimos años. Se trata de un volumen breve, editado con una modestia cercana a la austeridad, en el que a partir de una crónica puntual del terremoto del ’85 (el después del libro, pues ocupa su segunda mitad), el autor se detiene en el antes del futuro: la serie de apariciones concretas de un fantasma que desde entonces recorre México: el de las acciones inmediatas, desobedientes y si se quiere inciviles (porque desquician el tráfico, porque no le piden permiso al rating de las televisoras para interrumpir sus transmisiones) de la sociedad civil.

Si no fuera siniestro suponer que un siniestro es fabricable (podemos recordar con Machado que "muchas veces mentimos por falta de fantasía: también la verdad se inventa"), se diría que la gente (no el pueblo), los chilangos y los guzmanenses y demás gentilicios que se enfrentaron a los desmanes del sismo, lo provocaron para salir a flote, para existir, dado que las tragedias tienen la perversa gentileza de favorecer conductas iluminadas. Frente a la muerte súbita de los percances, sí, pero también frente a la inoperancia del poder, la beatitud de las clases privilegiadas y el envaramiento de las burocracias, la gente se encuentra, las sociedades se organizan. El libro de Monsiváis, sin embargo, no reconoce al azar como el motor del cambio, sino al azoro ante la pasividad complaciente (o coludida) de quienes no hacen lo que se debe hacer cuando todo se deshace.

Pero si un terremoto ocasiona que la gente despierte, la sociedad civil (nombre que en el libro se da a esta comunidad de espabilados), una vez consciente de su papel protagónico, se manifiesta en numerosos ademanes que van más allá del infortunio meteorológico o las marchas forzadas por la sordera. Monsiváis hace un recuento del antes y el después del temblor para ubicar los prolegómenos y las últimas consecuencias de un movimiento negado por los medios, combatido desde "el gobierno de Vicente Fox, el pri, las derechas política, social y clerical, la burocracia del prd, los intelectuales antiizquierditas y los izquierdistas antiintelectuales", hasta por "el miedo o la indiferencia de sectores muy vastos aislados en la desinformación".

El cronista repasa con denuedo el territorio donde la sociedad civil toma forma en su precisa, organizadísima glosa de los días posteriores al temblor. Divide el texto, a la manera de Shakespeare (¿habrá algún guiño inusitado en esta segmentación?), en cinco actos noticiosos acerca de la catástrofe que incluyen asimismo cinco espacios para el comentario crítico (editoriales) y tres escenas testimoniales (expedientes) donde se ve a la gente actuar a través de sus palabras. Si no fuera siniestro remedar al siniestro, se podría decir que la misma crónica del sismo se mueve, es una sinfonía incesante donde se oyen contrapuntísticos gritos de angustia y solemnes declaraciones, en glissando, del político en turno. No es novedad que, además de la intensidad inherente a los hechos contados, los textos de Monsiváis dejen ver, a través de la parodia y la ironía, del incesante ingenio y la densidad de su estilo enumerativo, acumulante, a uno de los mejores prosistas de nuestra lengua, uno en quien la escritura es una turba de ideas y los conceptos un certamen de ocurrencias (o al revés) trepidatorio y lúcido, pleno y feliz —aunque deambule entre desgracias.

De la ochentera huelga del ceu a las manifestaciones feministas, de los movimientos populares y sindicales al puño en alto de quienes aquí y en China (es un decir) y en Los Ángeles (es un acto a contar) hacen suyos aquellos primeros versos de la "Epístola satírica y censoria" de Francisco de Quevedo ("No he de callar, por más que con el dedo,/ ya tocando la boca, o ya la frente,/ silencio avises, o amenaces miedo"), los asuntos de "No sin nosotros" configuran el revés de la trama de aquel tango famoso: nada de que veinte años no es nada, sino todo, por lo menos mucho para la historia de un país que, en ese lapso, ha visto crecer y mudarse a los grupos que se organizan; que ha sentido cómo, cuando todo se derrumba, quedan aún rumbos a seguir. No se trata de un canto a la esperanza infundada (toda oda al optimismo sigue siendo irresponsable o, para decirlo con Monsiváis, "como no tengo hijos, tengo mucha fe en el México de mis nietos") sino más bien de un riguroso examen de los últimos decenios emprendido, precisamente, por el autor que en nuestros días más se le parece a Quevedo (y Borges decía que el poeta español no era un escritor, sino una literatura), en su flemática apostura, en la agudeza de su humorismo, en sus veleidades retóricas (¡vaya, hasta el apellido Monsiváis sugiere un castizo vosotros velado!), pero, sobre todo, en la conciencia de que la escritura es un acto moral.

Entre la infinidad de fisuras a la solemnidad que ha pergeñado el cronista natural del México contemporáneo, se cuenta la justa observación de que si Carlos Fuentes escribió Terra Nostra gracias a los auspicios de una beca, él necesitaba otra para leerla. No es el caso de "No sin nosotros", libro que a la perfección de su trazo y a la pertinencia de sus ideas añade la delicadeza de su brevedad.