La Jornada Semanal,   domingo 23 de abril  de 2006        núm. 581


HUGO GUTIÉRREZ VEGA

DISCURSO POR CARLOS PELLICER (IV DE V)

Hombre y paisaje se funden. El uno influye sobre el otro. Su relación es dinámica, dialéctica, llena de absurdos, de contradicciones, de admiraciones y deslumbramientos. Por el mar de Valéry cruzan las viejas mitologías, los remeros del pasado; el mar de Pessoa es surcado por marinos laboriosos y por presencias humanas intangibles; Alberti niño ve el mar desde lo alto de su roca andaluza; Eliot ve nacer, de la tierra muerta, las lilas del mes más cruel; los personajes de José Eustacio Rivera son devorados por la selva y las lianas rodean el torso de Pellicer, mientras la ceiba agita sus gallardetes y las enormes flores perfumadas brotan del lodo fecundo. Así se acerca a la naturaleza y ésta la entrega un color que se hará parte de su sangre y de su carne:

Si mojara mis manos en el lago
me quedarían azules para siempre.

La sensibilidad del poeta —que nada tiene que ver con la del místico, aunque ambos padezcan y gocen una forma de sentir particularmente aguda—, adquiere sus primeros colores en el paisaje de la infancia y en los gigantescos seres —reales o imaginados— que habitan las fantasías de sus primeros años. Sin embargo, una auténtica sensibilidad poética no está obligada a guardar fidelidad a sus primeros signos. Todo lo contrario; debe acrecentar su apetito de paisajes nuevos, de seres lejanos, de mundos desconocidos, en suma, debe buscar siempre la ampliación de los panoramas, aunque permanezca parada —como el hombre de Pavese—, en la puerta de su casa.

Pellicer fue siempre fiel a su signo inicial; fiel a sus bellos pantanos, los días calurosos, los sabores frutales, las enormes lunas del trópico. Se mantuvo parado en la puerta de su casa y viajó sin descanso. Su segunda fidelidad —inspirada por Vasconcelos, ser tumultuoso y múltiple—, fue por la América Española, sus luchas libertarias y la búsqueda de identidad cultural. Sus entusiasmos no siempre fueron plasmados en buena poesía. Sin embargo, algunos ejemplos son suficientes para demostrar la autenticidad de sus preocupaciones. Recordemos especialmente "Piedra de Sacrificios":

Agua de América,
agua salvaje, agua tremenda,
mi voluntad se echó a tus ruidos
como la luz sobre la selva.

Y el poema dedicado a Juárez:

Un nopal de paciencia por tu vida responda
y detrás de unos robles se escuche siempre el mar.

Vasconcelos, en el prólogo a "Piedra de Sacrificios", descubrió la universalidad de que es capaz un poeta fiel a su realidad étnica y social: "Los más bellos lugares del mundo serían entonces las patrias más amadas, no los sitios donde nacimos o a donde irán a parar nuestros huesos, sino allí donde la presencia divina se revela más pura en el lenguaje de encantamiento, de visiones magníficas." Así el poeta americano descubre, en sus frecuentes viajes, el paisaje total del mundo de los hombres:

Mediterráneamente ancló mi mano
—por las olas de Nápoles urgida—
y acarició en la luz el sol pagano.

La Italia luminosa retuvo el corazón del poeta y le abrió las puertas de una Grecia joven, esbelta y fuerte como un atleta; llena del movimiento profundo de las viejas estatuas:

Tardes de Atenas, inéditos asuetos,
cuyas perfectas horas me llevaban
los ojos grandes y los labios netos.

El viaje continúa y el poeta sensual se bebe a grandes tragos el perfil agudo de Constantinopla:

Constantinopla, canto y abandono,
perla grabada, sombra de poema,
palomar de diamante, flor y trono...

Hasta llegar a Palestina, soñada por una fe sincera, ingenua, alejada de lo convencional; una fe que podríamos llamar personal, única, sólida y arbitraria:

Y yo vi lo que Él vio. Mis pies pasaron
por donde Él caminó. Sueltos y reales
los lirios salomónicos alzaron
el himno al libre lujo de sus telas
y la sombra olivar, agria y torcida
se cruzaba de pájaros.

Este amor por el paisaje lo llevaría a consolidar su tercera fidelidad, dedicada íntegramente a la naturaleza. En esa etapa, Pellicer es un río incontenible y, en ocasiones, propenso a los desbordamientos. De ella quedaron su amor por la historia concebida como una gran aventura humana y su pasión por los testimonios de los pueblos perdidos en el tiempo, su obsesión por las ruinas, su deseo de poner al alcance de todos los ojos los rastros de una belleza humana intemporal, registrada en la historia, pero independiente de su propia anécdota por la virtud de su milagro artístico.

Su cuarta fidelidad es al paisaje íntimo, al amor humano. Este es su paisaje que más me aterra y me ilumina:

En una soledad de todas las cosas,
ciego, mudo, sólo quedan unos cuantos dedos
para tocar las piedras y las rosas
que tú tocaste
o que solamente rozó el viento
de suave gloria que te trajo.

Continuará