La Jornada Semanal,   domingo 23 de abril  de 2006        núm. 581
LAS RAYAS DE LA CEBRA
Verónica Murguía

ADICTOS AL TRABAJO

Existe una palabra japonesa que significa "muerte por trabajo". Claro que esta palabra se aplica a quienes mueren por trabajar demasiado, pero, insólitamente, no se refiere a mineros, soldados, albañiles, buzos del drenaje profundo, bomberos o cualquier oficio duro, mal pagado y peligroso. Alude a los salary men, (así, en inglés) u oficinistas, generalmente hombres (a las mujeres que trabajan en oficinas se les conoce como office ladies y no suelen ocupar puestos de mucha responsabilidad), y parece que estos infortunados caen muertos sobre sus escritorios con cierta regularidad. Lo más sorprendente del asunto, al menos para mí, es que los muertos por trabajo son considerados una suerte de mártires laicos a quienes hay que admirar por su compromiso con la empresa o zaibatsu.

Me los imagino con el tazón de sopa en una mano y el presupuesto en la otra: de pronto el hombre suelta la sopa, se mancha la pernera del pantalón (no quiere salpicar el escritorio; por algo sigue en la oficina, aunque sean ya las dos de la mañana), y con la mano crispada se esfuerza por librarse de la presión de la corbata. Exánime, cae sobre la alfombra, donde lo encuentra el señor de intendencia cuando llega a barrer. Pobre.

Desde siempre la gente ha muerto explotada por otros. Eso es la esclavitud. Y ya sabemos, esclavos hay en todo el mundo. La revista National Geographic publicó, hace unos años, un reportaje titulado "Esclavos: casi cuarenta millones ocultos a la vista de todos", en el que se describía la trata de esclavos y las condiciones infrahumanas en las que viven niños, hombres y mujeres en todos los continentes, pero no es esto lo que me interesa tratar en estos renglones. Lo que me ocupa ahora es la pequeña zaibatsu que todos traemos dentro; la idea de que el ocio es desperdiciar el tiempo y que producir es la actividad suprema.

Hay gente tan habituada al trabajo incesante que ya no sabe qué hacer consigo misma en vacaciones. A la felicidad inicial ante la idea de una semana sin tener que trabajar, le siguen el desconcierto, el aburrimiento y la melancolía. Estas son las personas a las que si les alcanza, se van de vacaciones en planes que incluyen treinta ciudades en tres días, o por lo menos mil horas en carretera. Son las que sienten que desperdician el tiempo cuando leen cosas que no tienen que ver con su trabajo, o cuando leen, a secas. Excepto por la parte de la lectura, yo me he convertido en una de ésas.

No sé si es por vivir en esta ciudad, o por padecer un complejo de culpa universal: pienso constantemente en el trabajo. Lo malo es que eso no significa que trabaje más o mejor. Lo único que tengo claro es que esta sensación la tuve antes, en la infancia, cuando me salía a jugar a la calle —antes se podía jugar en la calle hasta el anochecer— sin hacer la tarea. Entonces, mientras saltaba la cuerda, o permanecía en mi escondite aguantándome la risa para no delatarme mientras aquél a quien le había tocado contar me buscaba, una vocecilla me repetía mil veces: "Faltan los problemas de aritmética y la composición de Ciencias Sociales." Y dejaba de disfrutar el juego, aunque tampoco me iba a hacer la composición. Como en esas épocas no se acostumbraba que los padres supervisaran las tareas de sus hijos, reprobé como una burra miles de materias. Siempre fui una estudiante menos que mediocre. Ahora trato de compensar, me he vuelto responsable y ya no sé detenerme ni en vacaciones.

Por lo visto, no soy en absoluto un caso aislado. El otro día escuchaba en la radio que con el repunte en la economía, los norteamericanos están mucho más expuestos a enfermedades cardíacas y diabetes que antes. Parece que trabajo llama trabajo, y eso de la semana de cuarenta horas en Estados Unidos, pasó de moda. Ahora la gente vive en su escritorio, comiendo hamburguesas y papas fritas. Seguro que en México, quienes tienen la suerte de contar con empleo, trabajan como gringos pero con sueldos mexicanos (por supuesto no cuento al crimen organizado, ni a los que trabajan en el gobierno).

No se me ocurre cuál puede ser la solución. Sólo sé que para leer, escuchar música, conversar, comer, vivir, en suma, no se puede estar obsesionado con lo que no se ha hecho. Me gustaría aprender a estar, solamente. Instruirme, de nuevo, en el arte de mirar el mundo. Además, ya me cansé.