Usted está aquí: lunes 24 de abril de 2006 Opinión La visita que llegó del sur

Hermann Bellinghausen

La visita que llegó del sur

Miraba a los lados, como buscando el centro, o como considerando las salidas de emergencia. Estaba inquieto. "Viera lo apacibles que se me pasaban los días. Es ahora que he retornado al mundo de donde venía que comprendo en qué estado me encontraba entonces. Dominado por la idea de que me hallaran y salvaran, no siempre fui consciente de que no estaban mal mis días en la isla Ferninanda. No tuve compañía humana, es cierto; ni siquiera un mamífero que fungiera de mascota. Desarrollé cierta afinidad con una gran serpiente de los árboles que cazaba insectos cerca de mi dormitorio, pero era de sangre en exceso fría. Y solía pasarme las horas contemplando a los pelícanos, y a veces les compartía mi pesca, o de plano nada más pescaba para ellos. A mi favorito, uno viejo, lo llamé Hugo.

"Ya dije que hablaba solo. Bueno, les hablaba a los animales también. A esos que digo y a otros. A cualquiera. Hubiera estado bien un perico para enseñarlo, pero en esos sures tan aislados no hubo uno nunca. Abundaban pájaros bien raros, cantadores o ladrones, pero no aprendían ni media palabra. No tenían, como el loro y el cuervo, oído para la voz humana. Y tanto me obstiné en las cartas y las botellas y las esperanzas que olvidé pronto el motivo que me había llevado a esas aguas, a aquel naufragio de sálvate si puedes que me lanzó a las aguas y a punto estuve de morir de hipotermia la primera noche, y de insolación al otro día. La pesquisa de los pingüinos verdes.

"Tuvo que ser una mañana de octubre, con el Sol ya bien alto y una Luna llena y a deshoras en el horizonte. Anduve hacia la costa sur de Fernandina, que en mi terminología interna llamaba 'las playas antártidas'. Llevaba más de dos años en la isla, pero aún no aprendía que no hay que pedir un deseo demasiadas veces, porque corres el peligro de que se cumpla. Mi deseo de salir de allí y volver a esta civilización entonces parecía lo único importante, pero ahora que estoy acá pienso seguido que estaba mejor allá, tan a gusto con una existencia ordenada, sana, apacible y -está mal que yo lo diga- sabia.

"Había sido tonto en mi vida pasada, y ahora, en este presente que es el futuro de aquel entonces, soy más tonto todavía. Pero en la isla sólo podía ser listo, sobrevivir o nada."

Aunque hablaba con corrección, su aspecto era salvaje todavía. Quizá ya nunca lo dejaría ese look extraviado, de un poco desenfocado. Me recliné en la silla para cambiar de postura, pero lo seguí escuchando igual, o sea, absorto y sorprendido. El se movía en su asiento como perro amarrado a un árbol. El mundo ancho y ajeno del retorno lo encerraba más que su pequeña isla lejana.

"Le digo que después de meses de no dirigirme al sur de Fernandina, una mañana lo hice, supongo que por alterar un poco mis rutinas de ermitaño. Allí se formaba una pequeña bahía. Un farallón se distinguía mar afuera. Esa ocasión, un pelícano solitario custodiaba la entrada de la bahía, orondo e inmóvil. La playa sin arena, la formaban guijarros lisos y ruidosos. Mi andar sonaba fuerte y torpe. Entonces distinguí sobre el agua sin oleaje de la bahía una silueta negra que nadaba hacia la costa, y que seguramente me escuchó, pues se detuvo con desconfianza.

"En un primer momento me pareció una figura humana, pero fui lo suficientemente incrédulo para no darme un vuelco del corazón. Me detuve para no hacer ruido, y mirar mejor. La figura reanudó su nado y alcanzó la playa en el extremo opuesto de donde me encontraba. Se irguió sobre los guijarros, giró en mi dirección y me revisó con tanta atención como yo le dedicaba. El viento era frío, pero no había bruma que justificara un espejismo. Movía su cabeza como queriendo ser más alto. Ya dije que la bahía era pequeña. La distancia que nos separaba no era tanta. Vi que su pecho era verde, como si debajo del saco negro, en vez de la habitual camisa blanca y almidonada, llevara una playera de un verde vivo, casi perico.

"En vista de que permaneció inmóvil, reanudé la marcha hacia allá. Entonces pareció olvidarme y se puso a hurgar con el pico entre la muchedumbre de piedras lisas y redondas y brillantes, y así se estuvo hasta que llegué cerca. Al fin. Por raro que parezca no me extrañó que hablara mi propio idioma, aunque con un acento tan porteño que me dije, pero ché, ¿de dónde sale éste? Y recordé bien que había sido lo que buscaba. Tiempo atrás. Un pingüino verde."

 
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