Usted está aquí: martes 25 de abril de 2006 Opinión Rumsfeld y la proliferación terrorista

Editorial

Rumsfeld y la proliferación terrorista

A cuatro años y medio de su inicio, la "guerra contra el terrorismo" lanzada por el gobierno de George W. Bush se presenta como un sangriento mecanismo que, lejos de exterminar a los nebulosos enemigos de Washington, los multiplica. Como botones de muestra están los siete vehículos cargados de explosivos que estallaron en Bagdad y otros hechos violentos en Irak, que dejaron un saldo total de 25 muertos y cerca de un centenar de heridos, además del triple atentado perpetrado en Dahab, la costa egipcia del Mar Rojo, que dejó 23 víctimas fatales. En este lapso, la mayor potencia militar, económica y tecnológica del mundo ha dado sobradas muestras de su incapacidad para erradicar a un enemigo cuya definición precisa aún sigue pendiente, que parece haberse fortalecido a escala global luego de la invasión, destrucción y ocupación de Afganistán e Irak por fuerzas estadunidenses.

En este contexto, y ante las evidencias de que la estrategia de Bush contribuye más bien a la proliferación del terrorismo, resulta un alarmante disparate la idea del secretario estadunidense de Defensa, Donald Rumsfeld, de extender esa guerra "a todo el mundo" mediante un programa que, para colmo, incluye la violación de leyes de terceros países, incluido el secuestro de sospechosos, espionaje y otras formas que se mantienen en secreto.

Es posible que la correspondiente filtración, desde fuentes del Pentágono, conocida ayer, sea un ardid desesperado de su titular, quien se encuentra bajo acoso público y político por su manifiesta ineptitud en el diseño y conducción de la guerra contra Irak. También puede ocurrir que el designio sea parte de un programa de la mafia político-empresarial gobernante para extender a otros puntos del orbe "oportunidades de negocio" como las que brindó la ocupación de ese país asiático a Halliburton, empresa vinculada al vicepresidente, Dick Cheney, que se ha beneficiado de contratos turbios y multimillonarios a costa de la guerra, de decenas de miles de muertos iraquíes y de miles de bajas fatales estadunidenses.

Sean cuales fueren las motivaciones, el plan para este nuevo atropello daría por resultado una circunstancia mundial más insegura y violenta de la que ya se padece por culpa de las acciones bélicas de Washington, con violaciones adicionales a los derechos humanos y nacionales y más respuestas cruentas de los adversarios de la Casa Blanca.

En otro sentido, la degradación causada por la "guerra contra el terrorismo" en las instituciones y la sociedad estadunidenses se pone de manifiesto con toda su crudeza en la parodia de juicio contra Zacarías Moussaoui, el único inculpado en Estados Unidos por los atentados del 11 de septiembre de 2001: en ningún otro sistema de justicia digno de tal nombre podría escucharse la petición de la sentencia máxima ­sea cual fuere: pena de muerte, cadena perpetua o varias décadas­ para un acusado cuyos delitos se reducen a asociación delictuosa y encubrimiento. Es difícil entender que los abogados "defensores" del frustrado terrorista argumenten que para él sería mayor castigo y padecimiento el encierro de por vida que la ejecución, pues ésta le concedería ­arguyen­ el martirio deseado.

No cabe duda de la responsabilidad criminal de Moussaoui, ciudadano francés que participó en la conspiración que culminó en los ataques contra las Torres Gemelas y el Pentágono, aunque no estuvo a bordo de ninguno de los cuatro aviones secuestrados por un hecho fortuito: había sido detenido días antes por las autoridades estadunidenses por asuntos migratorios. Por lo demás, el enjuiciado ha expresado su júbilo por los atentados criminales y se ha burlado del dolor de las víctimas y sus familiares.

Pero, además de que la pena de muerte resulta un castigo tan indefendible como un veredicto de inocencia para Zacarías Mou-ssaoui, este integrante de Al Qaeda no ha sido sometido a un proceso legal, sino a una catarsis de venganza colectiva que da cuenta de la descomposición moral de los tribunales, medios y amplios sectores sociales estadunidenses, consecuencia de la paranoia antiterrorista que domina a su gobierno.

 
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