Usted está aquí: martes 25 de abril de 2006 Opinión La exposición Abstracto 2

Teresa del Conde

La exposición Abstracto 2

El Museo Dolores Olmedo, ubicado en La Noria, Tlalpan, presenta una exposición que me sorprendió por el buen ojo de quien ha elegido las piezas que alimentan la que imagino será una importante colección corporativa. En todo caso bajo el auspicio de Carlos Philips Olmedo se logró una muestra pertinente.

El único reparo que ofrece es el título, pues no es una exposición de arte abstracto en México con sus antecedentes, más bien es una antología de la propia colección cuyas siglas son ING. Dividida en dos secciones, la primera contiene algunas obras que pueden considerarse como antecedentes de los movimientos ''abstractos" del arte mexicano; en la segunda hay obras principalmente pictóricas que van de la segunda mitad de los años 60 a 1986.

El cuidado puesto en los enmarcados y en la presentación son encomiables. Con una excepción: la talla en madera (1962), de Waldemar Sjolander (a quien recordamos con honda simpatía), está muy mal barnizada.

De otra parte, la inclusión de pinturas de raigambre si se quiere ''postsurrealista" encaja mal con lo que se muestra, por notables que sean, cual sucede con los dos óleos de Leonora Carrington sf (son, sin poder asegurarlo, de los años 60 y se titulan Arrest y Bird Bath), lo mismo pasa con el interesante óleo de Roberto Montenegro La manzana verde (1964); con El orador (misma fecha) de Carlos Orozco Romero y con el estupendo gouache de Rafael Coronel, Personaje con máscara. En cambio, resultan ad hoc las pinturas de su extinto hermano Pedro, sobre todo Rincones del sueño (1967), más que el otro, de mayores dimensiones, pero inferior en cuanto a composición. Comparten el espacio con piezas de Carlos Mérida, el óleo sobre papel de 1979 resulta más conclusivo que el gran cuadro, algo banal, de 1952, con pinturas bien elegidas de la fase menos mimética de Cordelia Urueta, con una mixiografía de Tamayo, que no viene al caso fichada como serigrafía, con dos excelentes grabados ''abstractizados" de Francisco Moreno Capdevilla de los años 70, con pinturas sobre papel de Chucho Reyes, una figurativa y otra efectivamente informalista, y con un hermoso Gunther Gerzso de 1965. La sección abre con una ''sorpresa", una preciosa naturaleza muerta de González Camarena, algo tamayesca.

La segunda sección contiene obras que corresponden al título de la muestra, sin que lo sean todas, a menos que tomemos en cuenta que cualquier creación pictórica, escultórica o gráfica conlleva dosis de abstracción, de lo contrario la presencia allí de Pedro Friedeberg debió desplazarse a la otra sección, lo mismo que el muy suelto y a la vez delicado cuadro de Gilberto Aceves Navarro, Domingo ante la jaula de las locas (1972).

Dentro del contexto que se pretendió, la palma se la lleva uno de los dos cuadros de Fernando García Ponce, que está entre lo mejor que el pintor realizó en los años 60: Espejo mayor (1966). Desmerece un poco el de su autoría que está adjunto, de mayores dimensiones.

Lo mismo sucede con la representación de López Loza, es mejor su complicada y magistral litografía Mujer de Saint-Denis, que su pintura de 1985, sobre todo si se le compara con la que se encuentra en el Museo de Arte Abstracto Manuel Felguérez de Zacatecas. De Felguérez hay dos piezas representativas de dos momentos de su producción: ambas lucidoras y de gran calidad, dentro de las venas felguerezianas en las que se inscriben.

Pero los hallazgos inesperados estuvieron en el cuadro de Manuel Marín, Separación de las aguas (1984), tanto que hasta me pregunté sobre su parquedad acerca de esa vena suya, que decidió desalojar de su imaginario; compagina en color con otro óleo orientaloide, muy fino, de Andoche Praudel, Vista del lago (1984). Este pintor francés, de frecuentes visitas y exposiciones en México, se nos ha perdido un poco de algunos años a la fecha. La pertinencia del cubo El que es inasignable (1979), de Arnaldo Coen, produce nostalgia sobre esa etapa suya.

Una pintura briosa de José González Veytes, de 1983, tal vez hubiera lucido mejor cercana a los cuadros de García Ponce y el hermoso Macotela en sepias, negros y grises de 1984, junto al Arnaldo Coen. La pintura hipertexturada de Susana Sierra, de la época de los excesos del mobilit, no está entre lo mejor de su obra, tampoco la de su colega Irma Palacios, a quien no distinguí al primer golpe de ojo. El tablero de ajedrez en cerámica de Marta Palau, con ecos de Dubuffet, es una de las piezas más espectaculares y mejores de la selección escultórica, que ofrece obras de formato pequeño de Sebastián. Jan Hendrix termina el recorrido con dos serigrafías finísimas.

 
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