Usted está aquí: domingo 30 de abril de 2006 Opinión Directores de la muestra (2)

Carlos Bonfil

Directores de la muestra (2)

Crimen sin castigo. Alabama 1933. Segunda parte de la trilogía que el realizador danés Lars von Trier dedica a Estados Unidos, Manderlay (2005), acude nuevamente a la escenificación minimalista. En un hangar abandonado, o un estudio de sonido, unas líneas de gis señalan los límites de la población emblemática, sus accesos principales, las calles, la ubicación de las casas. En la pantalla/pizarra se describe, al inicio, el itinerario de una caravana de autos negros con un patriarca mafioso a la cabeza (Willem Dafoe) y su hija, Grace (Bryce Dallas Howard), en pos de una nueva épica personal. De Colorado a Alabama, de Dogville a Manderlay. Si en Dogville (2003) una comunidad mezquina sometía a Grace a múltiples humillaciones, escatimándole la hospitalidad, provocando a la postre una respuesta devastadora, en Manderlay, la joven se propone una extravagante misión redentora: instaurar la democracia y la igualdad en un pueblo que mantiene viva la esclavitud 60 años después de haber sido oficialmente abolida. Una vez más, la escenografía simboliza y justifica el tránsito del realismo a la parábola. Una matriarca, Mam (Lauren Bacall), domina el pueblo, y con ayuda de un hombre corrupto (Danny Glover) somete a la miserable mano de obra de la plantación a sus caprichos racistas. Grace será, por voluntad propia, la abanderada de una liberación no solicitada, imponiendo democracia, voto libre y hábitos nuevos en la comunidad conformista, que poco o nada desea saber de un nuevo orden. La nueva parábola social, de fuertes tintes antiestadunidenses, muestra trazos más gruesos, una ironía más burda, que el tratamiento corrosivo de Dogville. La parodia es atractiva, aunque apenas original: en el siglo XVIII, el dramaturgo francés Marivaux propuso una utopía fársica parecida en La isla de los esclavos, con seres humillados súbitamente travestidos en amos y abandonados luego a la confusión del nuevo papel incómodo. En su nueva disección de la sociedad estadunidense, Manderlay pretende ser no sólo la metáfora de una nación arrogante, convencida de su misión liberadora en el mundo, sino la denuncia de una naturaleza humana corrompida más allá de toda posibilidad de redención. Una visión jansenista que reduce la complejidad de los comportamientos al escaparate de vicios y prejuicios de una comunidad alejada siempre de toda oportunidad humanista. La realización, fascinante en Dogville, se vuelve metódica, puntual, casi gélida en Manderlay, nuevo ejercicio de denuncia social y misantropía.

Crimen y castigo. Seraing, Bélgica, época actual. En una nueva parábola de la redención, los hermanos Jean-Pierre y Luc Dardanne (La promesa, Rosetta, El hijo), proponen en El niño (L'enfant) la historia breve, de factura impecable, de un itinerario que va de la abyección moral al perdón. El joven Bruno (Jéremie Renier), 20 años, vagabundo urbano, Accatone pasoliniano, ladrón de poca monta, negado a la malicia y al cinismo, vulnerable al extremo, decide vender a su hijo recién nacido en el mercado de la adopción clandestina. Lo que sigue es el recuento y resumen de los temas favoritos de los hermanos Dardanne: la infracción irreparable que trastorna la existencia moral de un individuo, el tránsito de la culpa a una redención en apariencia inalcanzable, la noción evangélica del perdón y la apuesta humanista por encima de cualquier otro criterio. La novia de Bruno, madre desposeída, se llama Sonia, como el personaje femenino clave de Crimen y castigo, de Dostoyevski, y concentra la última posibilidad de una reparación moral. Los realizadores conducen el relato con una concisión asombrosa -homenaje a Bresson- y un manejo del suspenso que mantiene al espectador atento a cada pequeño giro narrativo, hasta ese final abrupto que sorprende a muchos, sin dejar a nadie indiferente. En su primera participación en 1996 en el notable filme de los Dardanne, La promesa (inédito en nuestras pantallas, pero disponible en Videodromo), el adolescente Jéremy Renier mostraba cualidades excepcionales para el reto moral de enfrentarse a su padre racista y cumplir el juramento hecho a la esposa de un inmigrante muerto. Nueve años después, Renier confirma su solvencia actoral al encarnar ahora a un padre atrapado en su inmadurez, orillado a la mezquindad, resuelto también a encontrar los asideros de una salvación moral. El niño, Palma de Oro del Festival de Cannes el año pasado, es, hasta el momento, la cinta más sólida de esta muestra.

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