Usted está aquí: domingo 30 de abril de 2006 Sociedad y Justicia EJE CENTRAL

EJE CENTRAL

Cristina Pacheco

El otro desierto

En la curva las vías se multiplican. Su telaraña representa una zancadilla para quien desconoce el terreno sembrado de bolsas de plástico, latas y envases desechables. Es la primera visión de los emigrantes centroamericanos que se descuelgan de los trenes en la estación de Lechería. Su esperanza es abordar otro ferrocarril que los conduzca al norte.

Leonor se detiene:

-Como a las ocho de la mañana, sobre todo los domingos, todo esto se convierte en un hervidero de gente: hombres, mujeres, niños que vienen de Honduras, Guatemala, El Salvador, Nicaragua. ¿Se imagina lo que será viajar desde tan lejos? -no me dio tiempo a contestarle-. Salen de su casa con lo que llevan puesto y el poquito dinero que reúnen con muchos esfuerzos y hasta sacrificando a la familia, y todo para que cuando crucen la frontera en Chiapas se los quiten los maras.

El hambre, la sed, el miedo

Caminamos hacia un recodo donde se ocultan los inmigrantes. Leonor tiene la esperanza de encontrar a alguno que pueda describirme su viacrucis, sus temores, los sueños que anhelan materializar en Estados Unidos. No encontramos a nadie:

-Ya es tarde. Tendría que venir usted a las ocho de la mañana para que viera... Sin fijarse en nada, corren desesperados. No les importa herirse con las piedras o los fierros con tal de encontrar un escondite para que no los pesquen los agentes de migración, los hombre de negro, y les rompan sus esperanzas, lo único que tienen, aparte del hambre, la sed y el miedo.

Emprendemos el regreso hacia el punto donde nos vimos por primera vez: el cruce de la avenida principal y las vías. Allí continúa el muchacho que, auxiliado por un banderín, ordena el tránsito de coches y camiones. Al verme reaparecer acompañada de Leonor me sonríe orgulloso de que sus indicaciones me hayan servido para encontrar una buena informante.

La resequedad del aire y el calor son ya insoportables. Comprendí que Leonor está pensando lo mismo que yo:

-Esto se parece al desierto que cruzan los mexicanos que se arriesgan a entrar en Estados Unidos, pero aquí hay más peligro. Allá a nuestros paisanos los agentes les disparan balas de goma. Aquí nuestros policías usan balas de verdad contra los emigrantes centroamericanos y además los extorsionan. Una vez un muchacho salvadoreño llamó de un teléfono público a su familia. Cuando acabó de hablar, el agente que había estado observándolo lo obligó a que remarcara el número para decirle a quien contestó -quizá el padre o la madre- que su muchacho había cometido un delito y para no ir a la cárcel tenía que pagar una fianza. Supongo que la familia se creyó el cuento y mandó el dinero. Esto que le digo sucedió hace años, pero no dudo que siga ocurriendo.

La reliquia

Mientras vamos rumbo a casa de Leonor la saludan sus vecinos:

-Todos me conocen porque vivo aquí desde chica. Llegué de Oaxaca con toda mi familia. Crecí escuchando el silbato del tren. Antes me encantaba, pero ya no me gusta: ahora me entristece, porque me recuerda el viacrucis de los emigrantes y me lleva a pensar en las familias que dejaron lejos. Me pongo en los zapatos de sus padres y me pregunto qué sentirían si supieran que sus hijos pasan horas, a veces días enteros, acorralados, hambrientos, temerosos. Los que más me duele son los niños. ¡Inocentes! Los veo flaquitos, renegridos, aferrados a la falda de su madre, porque es lo único seguro que tienen en el mundo.

Leonor se inclina, recoge de entre las piedras un hilo torcido del que cuelga parte de una reliquia y me la muestra:

-¿De quién será? Sea quien fuere, ojalá no se sienta desamparado por haberla perdido -guarda la reliquia en la bolsa de su delantal-. Voy a colgarla en la ventana de mi casa. Tal vez alguna noche aparezca su dueño entre los emigrantes que llegan a pedirme agua, comida, ropa. Jamás se las niego. Nunca se sabe si llegará el día en que sea uno, o alguien de su familia, quien necesite ayuda.

Una mujer en bermudas, con una mochila a la espalda, se acerca a Leonor, le anuncia que la visitará más tarde y se aleja en dirección contraria a las vías:

-Es mi amiga. Trabajaba en una fábrica. La cerraron y ella se quedó en la calle. Buscó otra cosa en que ocuparse, pero no pudo conseguir nada, por la edad... -Leonor se disculpa con un gesto-. Es más joven que yo, pero ya sabe usted cómo están las cosas. Tuvo que ponerse a vender ropa. Saca lo mínimo. No dudo que un día ella también se vaya al norte. De ser así voy a extrañarla, la estimo y creo que ella también a mí.

Por primera vez oigo clara la risa de Leonor. No es alegre, tiene la melancolía del silbato del tren que suena lejos.

La tierra baldía

En el patio de la casa florecen algunas plantas adosadas a la pared. Las ramas verdes son un milagro en medio de la aridez teñida de ocre: es el polvo que sigue saliendo de Cromatos de México. A espaldas de la fábrica, clausurada hace más de 10 años, está la desierta escuela Reforma. Sus restos son asilo para los emigrantes. Como huella de su paso por las aulas dejan en las paredes y en los techos pedazos de su historia: inscripciones, dibujos incoherentes, iniciales enlazadas, fechas.

Entramos en la sala de Leonor. Está amueblada con un terno claro y una mesa de centro. La adornan el cuadro de una mujer vestida de gitana, un reloj en forma de estrella y la figura de un negrito de pasta que hace equilibrios sobre una columna de alambrón. Huele a desinfectante y a cebolla.

-Mi madre está cocinando -dice Leonor, mientras retira los periódicos apilados en el sillón y me ofrece asiento. Suena otra vez el silbato del tren y mi anfitriona me sonríe:

-Ahora, cada vez que lo escuche, usted recordará todo lo que le conté. No es nada en comparación con lo que podría decirle.

Leonor mete la mano en la bolsa de su delantal, saca la reliquia y sigue hablando desde el cuarto vecino:

-Voy a colgarla aquí, en la ventana de mi recámara, por si acaso vuelve el dueño. No sé por qué me imagino que le pertenece a un hombre.

Vuelve a la sala y ocupa su sitio. Le pregunto si ha regresado alguno de los emigrantes centroamericanos que recibieron su ayuda. Reflexiona un momento.

-No. Y si lo hicieran tal vez no los reconocería. En 10 años han pasado por aquí millones de personas. Dicen que sólo por la estación de Lechería atraviesan cada año más de 200 mil centroamericanos. Nunca dan sus nombres y es difícil acordarse de las caras, sobre todo porque se acercan a las casas sólo de noche, cuando se sienten a salvo de los policías, aunque amenazados por los ladrones. Por eso piden asilo.

Igual que aquí

Leonor se levanta y se dirige a la ventana interior:

-Han venido parejas con niños a suplicarme que los deje dormir en algún rinconcito de la casa. Les tiendo unas cobijas en el patio y por la mañana temprano se van, pero antes me piden agua, algo de comida, una moneda y ropa: camisas, pantalones, vestidos aunque no sean de su talla.

"Lo que más necesitan son zapatos y calcetines. No les importa que estén disparejos. Se los ponen uno encima del otro para aguantar mejor las caminatas y las carreras.

Leonor se vuelve a mirarme:

-A veces es difícil entender lo que quieren. Una vez llegó un jovencito a pedirme una chompa. Tuvo que explicarme que así les llaman a las chamarras en su país. El venía de Nicaragua. Para agradecerme el obsequio me contó que el paisaje de su tierra es muy hermoso, hay volcanes y lagos, pero falta el trabajo.

"Igual que aquí", le dije.

Al despedirse, noté sus ojos llenos de lágrimas. Es lo único que recuerdo de aquel muchacho.

Una vez más oímos el silbato del tren. Desde la cocina su madre le recuerda que sus nietos están a punto de regresar de la escuela. Es el momento de despedirnos. Leonor me acompaña hasta la puerta. Al pasar frente a la ventana vi colgado el trozo de reliquia.

¿Volverá alguna vez el que la llevaba consigo? ¿Qué lo protegerá en su travesía por todos los desiertos?

 
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