Usted está aquí: domingo 7 de mayo de 2006 Cultura Más allá de la sordidez, las imágenes captan una estela de belleza triste

LA PLAZA DE LA SOLEDAD

Más allá de la sordidez, las imágenes captan una estela de belleza triste

Desde el papel miran la muchacha inocente y la resignada anciana de 70 años

ARTURO GARCIA HERNANDEZ

Ampliar la imagen Mi objetivo no es enjuiciar, afirma la fotógrafa Foto: Maya Goded/Magnum Photos

Ampliar la imagen Hay miradas agrias, resignadas, amargas o vacías Foto: Maya Goded/Magnum Photos

La mujer que muestra la piel rugosa de sus piernas y senos desnudos ante la cámara tiene por lo menos 70 años. Está de pie sobre la cama de un hotel de paso, de espaldas a la cabecera. Entre los incontables y pronunciados pliegues que tapizan su rostro, se distinguen una sonrisa y una mirada desenfadadas (¿alegres?). Es sexoservidora.

La fotografía en que aparece es una de las 52 expuestas en la sala Justino Fernández del Palacio de Bellas Artes, como parte de la muestra Plaza de la Soledad.

Lejos de cuestionar el derecho de la anciana al ejercicio de su sexualidad, lo que golpea, lo que aturde, es que tenga que hacerlo por necesidad. Difícilmente hallará en esta ciudad (¿"de la esperanza"?), en este país (¿"del cambio"?), un trabajo bien pagado que le permita vivir con dignidad, sin apuros.

También sexoservidora es la adolescente que posa para otra fotografía, sentada a la orilla de una cama, en falda y sostén. El pelo largo, ensortijado, tal vez teñido (¿castaño claro o pelirrojo?), ceñido por una diadema, le da un aire de santa de cuadro religioso. Su expresión es ambigua, enigmática, entre la sonrisa y la seriedad. Monalisa en un hotel de paso.

Maya Goded comenta que es difícil saber el nombre y la edad reales de las trabajadoras sexuales jóvenes, dado que invariablemente les cambian el nombre, los papeles, cuando los tienen, y son las más controladas "por los padrotes".

No obstante la crudeza, la sordidez, lo terrible, doloroso o inesperado de las imágenes, también hay lugar en ellas para la belleza. Belleza extraña, triste. Como la que hay en la foto donde una trabajadora sexual yace recostada en la cama junto a su hijo retozón; o la del anciano y la anciana que se abrazan sobre el lecho con ternura insólita. Durante 30 años él ha sido cliente de ella.

Pero hay también fotos que duelen, que clavan alfileres en las entrañas. Una es de la mujer que duerme al cuidado de una amiga, con los senos llenos de moretones después de una pelea con una compañera. Otra es de la adolescente que baña a sus hijos, a los que dejará dormidos y encargados con alguien antes de irse a trabajar. Un más que mira con expresión seria, como tenue reproche de niña que se quedó sin regalo de Reyes o sin fiesta de cumpleaños.

Abundan -y cómo no- las miradas resignadas, agrias, amargas, vacías. Son de mujeres sin esperanza. Una de ellas pensaba dedicarse sólo unos años al oficio, hasta que sus hijos crecieran y pudieran valerse por sí mismos. El tiempo le ganó. Hoy no puede dejar este trabajo, no sabe hacer otra cosa. Además dice que si lo hiciera extrañaría a sus clientes.

Y está en la exposición la foto de una mujer que no mira más. Inerte, no sobre una cama, sino sobre la charola metálica del forense, su cuerpo todavía joven muestra las costuras de la necropsia, trámite obligatorio luego de una muerte violenta.

 
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