La Jornada Semanal,   domingo 7 de mayo  de 2006        núm. 583

Luis Tovar

El amado por dios

Viejo, solo y obsesionado, en una habitación de su palacete, Antonio Salieri se confiesa asesino y clama perdón. Tras la puerta, un par de sirvientes lo reprenden, le piden que se calme y que abra. Parecen acostumbrados a escuchar los lamentos de su patrón, pero esta vez una sucesión de ruidos los asusta. Fuerzan la puerta y encuentran a Salieri ensangrentado, en el piso; el antiguo Compositor de la corte de Austria ha tratado de suicidarse. Rápidamente es conducido no a un hospital, sino a un manicomio, donde por elipsis uno entiende que han pasado algunos días y que aquel hombre ha sido curado de la herida en el cuello, mas no de aquello que lo llevó, una vez más, a pecar. Una mañana llega un joven sacerdote a ofrecerle el perdón de Dios. No sabe a quién se enfrenta. Salieri lo mira con toda la sorna de que es capaz y, ante la insistencia del cura, procede a explicarle por qué dicho perdón es imposible para él. Todo podría resumirse en un nombre: Mozart, o, como lo enuncia Salieri, "Wolfgang Amadeus Mozart".

Lo anterior es el comienzo de Amadeus, la monumental, extraordinaria y, en opinión de muchos, casi perfecta película dirigida por Milos Forman hace ya veintidós años. Quien la ha visto sabe que, a pesar de ser muchos y peligrosos, los adjetivos aquí no son gratuitos. Sabe también que dichos elogios de ningún modo agotan lo que puede decirse de esta película.

Desde su estreno hace más de dos décadas, cuando causó un revuelo bastante parecido a una fiebre o una moda, Amadeus ha sido vista como lo que es e igualmente ha querido ser vista como lo que no es. De esto último destaca la fidelidad biográfica: los mozartófilos, abundantes, enjundiosos y según ellos muy exigentes, acostumbran apresurarse a informar que mucho en la película es falso, que Salieri no mató a Mozart y quizá ni siquiera contribuyó a su muerte, que no fue él quien le encargó el Réquiem, para luego entrar en detalles casi espeleológicos acerca de la simultaneidad mozartiana a la hora de escribir su famosa misa de muertos y La flauta mágica, o acerca de los símbolos de la masonería que Wolfi, aunque Forman los haya obviado, incluyera en esta última obra.

Al respecto, un mozartiano irredento zanjó la cuestión aduciendo que el de Forman era, plausiblemente, uno de los muchos Mozart posibles. Ciertamente lo es, tanto como el imaginado por las muchas series y programas televisivos, así como por las no tantas películas filmadas antes y después de Amadeus. Lo mismo pasa con el Mozart que las innumerables biografías escritas quieren hacernos ver como el verdadero: a todos les falta, les sobra, o las dos cosas al mismo tiempo. Esa obviedad debería ser bastante para entender otra: que la naturaleza de una leyenda no se explica en función de un apego más o menos estricto a la realidad.

Queda entonces, con su riqueza infinita, la posibilidad de la interpretación. Aquí es donde Forman da perfecto en el blanco. Entre las muchas opciones que le ofrece el mito real llamado Mozart, elige contar la historia desde la perspectiva del pecado. Una primera lectura mueve a pensar que la única motivación de Salieri para estorbar a lo que considera es el plan divino consiste, de principio a fin, en la envidia que le provoca el talento del músico nacido en Salzburgo. Así es, de hecho, pero una relectura permite descubrir que, bajo la envidia, supura todo el tiempo una soberbia infinita —"él amaba mi música", dice Salieri refiriéndose al emperador José II, y remata: "yo me amaba a mí".

En un flashback dentro del gran flashback en que consiste la segunda y prolongadísima secuencia de la cinta, vemos a un Salieri casi niño comiendo, sentado a la mesa donde su padre se atraganta, se asfixia y muere. Aquel hombre se negaba a permitir que su hijo se convirtiera en "un mono entrenado", como consideraba a Mozart. El pequeño Antonio ruega a Dios que lo deje glorificarlo a través de la música y a cambio le ofrece laboriosidad, castidad y otras virtudes. Sólo muerto el padre, Salieri podrá dedicarse a la música, por lo que para él el accidente es un milagro concedido.

Pero antes y después del parricidio están la sensualidad y el placer. En la primera secuencia, los sirvientes llevan la cena de Salieri; al final de la cinta, éste es conducido al desayuno. El alfa y el omega del músico soberbio, envidioso, asesino —al menos de pensamiento-- y, según sus propias palabras, "campeón de los mediocres", es la gula, único placer sensual que, a partir de su prometida castidad, se ha permitido. La comida es omnipresente: una golosina lo conduce al salón donde, por azar, conoce a Mozart en persona; cuando Constanza, la esposa de éste, va a visitarlo, le ofrece pezones de Venus, un dulce italiano; suele tener una bandeja con bocadillos sobre el piano.

Pero que la gula sea su único desfogue no significa que esté libre de pulsiones, pues bajo aquel pecado capital hierve otro: una lujuria constantemente reprimida. En la versión del director esto se aprecia más fácilmente, pues a la ya conocida furia y frustración de Salieri al descubrir que la soprano amada sostuvo relaciones carnales con el autor de El rapto del serrallo, se añade una subtrama en la que el Compositor de la corte le propone a Constanza, con todas sus letras, un intercambio de favores para que Wolfi obtenga el puesto de instructor musical. Intercambio que no se consuma, pero poco importa para la perdición de este pecador que suele hacerlo de pensamiento, más que de obra.

Este posible Mozart llamado Amadeus propone, entre muchas otras lecturas posibles, la vía del pecado y su sublimación a través de la música para entender algo que, doscientos cincuenta años después, conserva intacta su condición cuasi divina: la capacidad para expresar, en una combinación perfecta de sonidos y silencios, y como diría Salieri en la película, "la auténtica voz de Dios".

Si en las artes hubiera virtudes teologales, una de ellas debería ser la de filmar buenas películas. Y si así fuera, Amadeus le bastaría a Forman para asegurarse un lugar en el cielo de los cineastas.