La Jornada Semanal,   domingo 7 de mayo   de 2006        núm. 583
LAS RAYAS DE LA CEBRA

Verónica Murguía

RESIGNACIÓN

Quejarse de lo fea que es esta ciudad es un automatismo capitalino casi invencible, quizás el rasgo más generalizado de la personalidad chilanga. Yo no sé si siempre hemos sido así; tal vez en los treinta la gente estaba orgullosa de vivir aquí, como ocurre en provincia. Nunca he escuchado a un yucateco decir, por ejemplo, que Mérida es un agujero asqueroso en el que ya no se puede vivir. En primer lugar porque Mérida es un lugar divino —aunque en mayo se pueden freír huevos en la banqueta—, y en segundo lugar porque los otros yucatecos lo matarían a palos por traidor. En cambio, en cualquier conversación en la que participen más de tres chilangos se puede garantizar que uno de ellos dirá que esta ciudad es un monstruo amenazante y los otros asentirán con cara de velorio. Pocas veces mencionamos que el monstruo es muy difícil de dejar, y que, contra toda lógica, una vez que estamos lejos de aquí, lo extrañamos y/o nos aburrimos como ostras.

Hace unos años me fui a vivir a provincia. Mi razonamiento fue el siguiente: quizás en la bella ciudad de G encontraré la felicidad y pasaré menos tiempo en el coche. Si esto no sucede y me fastidio, regresaré muy resignada al df.

No pasó ninguna de las dos cosas: la bella ciudad de G me pareció intolerable, en parte porque mi vida privada dejó de ser privada gracias a que en G hay tiempo de sobra para meter las narices en la vida ajena, y porque tenía nostalgia del df. Al año regresé. Al llegar tuve el impulso papal de bajarme del tren —pues entonces aún funcionaba El Tapatío—, y besar apasionadamente la acera. Lo malo es que después de este arranque de amor por la patria chica (eso de patria chica hay que revisarlo, pues esta ciudad es más bien un país rarísimo), entré de lleno en la vida capitalina: en el aire irrespirable, el insulto gratuito, el pañal desechable hecho bola en el arriate, el miedo a que me asalten. ¿Cómo resignarse?

En los años que han transcurrido desde entonces, he registrado una peculiaridad muy inquietante: cuando viajo y camino por las calles de una ciudad hermosa, siento que ando en una escenografía. Y en una escenografía equivocada, además, como si yo fuera extra de una película de Ismael Rodríguez que se coló por equivocación en una producción de James Ivory e Ismail Merchant. Así, he sido una testigo levemente envidiosa y resentida en las calles de París o de Barcelona, de Oaxaca o Pátzcuaro, irremediablemente ajena, como esos bárbaros que llegaban a Roma y que, aturdidos por su belleza, preferían dormir fuera de las murallas. No quiero ni imaginarme cuál es la interpretación psicoanalítica de este fenómeno: seguro tiene algo que ver con una autoestima raquítica o una vena oculta de masoquismo.

Prefiero pensar que obedezco a una fatalidad ontológica: soy chilanga y estoy atada a esta ciudad, en la que por otra parte abundan las visiones cómicas que me hacen quererla. El otro día, en un congestionamiento, en pleno periférico, apareció un muchacho con un letrero en el que se leía: GORDAS DE NATA A 50 METROS: PREPARE SU CUOTA. Más adelante estaba el vendedor con las gordas y, la verdad, estaban riquísimas. Al día siguiente reparé en un motociclista que manejaba un modelo Picapiedra que daba la impresión de mantenerse en circulación gracias a un complejo sistema de mecates y alambres. El motociclista, consciente de que su vehículo no garantizaba su seguridad, llevaba escrito en el casco la leyenda NO SOY DE HULE.

Ayer, mientras iba por Luis Moya, en el centro, descubrí una de las torterías más estrafalarias del universo: El Cuadrilátero, donde las especialidades de la casa tienen nombres de llaves de lucha libre; el tortero lleva máscara, y la decoración parece inspirada por Mascarita Sagrada. Mi marido descubrió un día un camión en cuya portezuela se leía: TRANSPORTA MUEBLES Y SUS DERIVADOS. Nos proporcionó horas de diversión: ¿es el calcetín un derivado del bote de la ropa sucia? ¿La silla un derivado de la mesa?

Hace años vi este ejemplo de publicidad de bajo presupuesto: en el parabrisas de un pesero que iba a la colonia Preconcreto, el entusiasta chofer escribió: ¡VISITE PRECONCRETO!

Cuando descubro estas muestras de humor, algunas involuntarias, camino con más alegría y me molesta un poco menos tener que sortear tanta caca de perro. Creo que el sentido del humor de sus habitantes no hace una ciudad bonita, pero sí la hace más soportable.