Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 14 de mayo de 2006 Num: 584


Portada
Presentación
La rebelión estudiantil de 1918 en Córdoba, Argentina
RAQUEL TIBOL
Autorretrato con gorra de terciopelo
AVIGDOR ARIKHA
Rembrandt y la sombra de las Pirámides
RICARDO BADA
Rembrandt y el cuerpo
JOHN BERGER
Rembrandt en su propia existencia
MIGUEL ÁNGEL MUÑOZ
El humor en la pintura
RICARDO GUZMÁN WOLFFER
Entrevista con ARTURO RIVERA
Mentiras transparentes
FELIPE GARRIDO
Bazar de asombro

Columnas:
Ana García Bergua

Javier Sicilia

Naief Yehya

Luis Tovar

Germaine Gómez Haro
Jorge Moch

(h)ojeadas:
Reseña de Jorge Moch sobre Cuerpo náufrago

Reseña de Alberto Chimal sobre Reportaje al pie de la horca


Directorio
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 Y AHORA PASO A RETIRARME 

ANA GARCÍA BERGUA

SUPERENTUSISMO

Me enlazo con el artículo antepasado de mi vecina Verónica Murguía en La Jornada Semanal, aquel en que ella contaba sobre los mártires ejecutivos japoneses que se desploman muertos por el agotamiento en sus escritorios, víctimas gozosas y entregadas de la zaibatsu, la fidelidad a la empresa. Me hizo acordarme de una escena un poco aterradora que ya varios vecinos y familiares han presenciado en el supermercado del barrio, aquí en Coyoacán. Se trata de una especie de ritual empresarial que sucede muy temprano por la mañana, en el que los empleados, formando círculo alrededor de alguno de los supervisores, entonan hurras y hacen aspavientos similares, según me han contado y he visto en otros sitios, a los equipos de futbol americano. Si fuera yo cajera de supermercado, quizá consideraría que ya es suficiente con atender gente que hace cola y muchas veces tiene mala cara —las colas sólo pueden augurar desgracias—, para además tener que realizar actos vergonzosos con la finalidad de animarme. Me pregunto qué les pasará a los que no quieran participar en el "hip hip hurra" matinal, los que no quieran ser tratados como niños en un campamento de la ymca, los que sufran de la proverbial pena ajena o no sean dados a las efusiones programadas: ¿les harán la ley del hielo, los llamarán egoístas, burócratas, les recordarán las bondades de la zaibatsu, los harán sentir un poquito pecadores o malagradecidos por no aceptar aquella dosis de salvífico entusiasmo corporativo? O peor aún, quizá el berrinche se les descuente del salario, ¿cómo saber? (usted sólo dijo "hip hurra", no "hip hip hurra" y eso cuesta cincuenta centavos). Sólo sé que muchos vecinos ya no quieren ir al supermercado a esas horas, para no toparse con el inquietante ritual. La verdad, el entusiasmo forzoso siempre resulta un poco deprimente y melancólico, como los chistes de los payasos de fiesta infantil.

Hay empresas modernas que se vuelven todo para sus empleados: les dan las prestaciones de ley como si fueran graciosos regalos, les organizan tómbolas y actividades, les hacen entonar himnos y a cambio, supongo, ellos deben estar muy felices y agradecidos, atacados por un incansable frenesí laboral. Al rato, toda la vida de estos trabajadores gira en torno de la empresa, como antes la vida de un feligrés lo hacía en torno de su parroquia, o en las dictaduras de derecha y de izquierda, en torno de un Estado celoso y sobreprotector. Supongo que hay gente a la que le gusta vivir así, que tal vez se siente inquieta por tener independencia, no sabe qué hacer consigo misma y prefiere comprometerse a muerte con un Dador, del tipo que sea. A cambio de un salario y una razón para llenar las horas —alguna pasión podrá surgir, quizá, en el departamento de vinos y licores— entrega la vida y canta lo que le pidan sin chistar. De sólo imaginarlo uno siente claustrofobia, y supongo que lo mismo le ocurre a quienes presencian los curiosos rituales que, por cierto, culminan dándose palmadas en la mano con el brazo en alto, como los basquetbolistas de la nba: ¿venderá más salchichones el equipo de Martínez que polainas el equipo de González? Nunca se sabe; por lo pronto, en los momentos duros, cuando hay sólo dos cajas con su respectivo cajero y dos colas larguísimas de personas sulfuradas e impacientes, los pobres empleados no se ven muy motivados que digamos.

Uno tendía a pensar que el trabajo, si bien es muy necesario, por lo regular es algo pesado y obligatorio, excepto cuando a uno le apasiona por alguna razón (entonces ya no es trabajo), y supongo que si se le pregunta a alguien si prefiere mirar el monótono desfile de quesos empacados frente a la banda sinfín o la caja registradora, o admirar, qué sé yo, un mar embravecido, optará por lo segundo, aunque como dice Verónica, la gente sufre cada vez más la paranoia de estar perdiendo el tiempo si se detiene a leer, a observar o a pensar. Ser cumplido tiene sus virtudes, pero ¿a cuento de qué fingir tanto entusiasmo? A Adán lo castigó Dios con el trabajo y se supone que fue un castigo severo, doloroso, para que se arrepintiera de haber aceptado la manzana y para colmo, por toda la eternidad. Igual, no tiene nada de raro pensar que el Señor le haya exigido a Adán cantarle unas cuantas loas antes de partirse la espalda con el arado (y no precisamente para motivarse), pero bueno, el Señor es el Señor...

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