Usted está aquí: lunes 15 de mayo de 2006 Opinión Adiós pelícano

Hermann Bellinghausen

Adiós pelícano

Hugo era un pelícano de siete mares, o al menos así me lo imaginaba, y se lo decía a lo largo de nuestras conversaciones, si se me concede la licencia de llamar así mis inclementes monólogos, pues él jamás abría el pico, como no fuera para sacar o meterse peces al buche.

Aún para su especie, era un pájaro grande. La envergadura de sus alas abiertas bastaba para ahuyentar cualquier otra ave marina o terrestre. Mientras no se metieran con él, Hugo no se metía con nadie por encima de la superficie del mar. Ni por aire, ni por tierra tenía Hugo enemigos, siendo los pelícanos una de las pocas especies animales sin depredador. No son presa de nadie; ni del hombre, que ya es decir. De ahí que los pelícanos tengan fama de longevos.

¿He mencionado que Hugo era blanco? Espero que lo siga siendo. Muy blanco su plumaje, no obstante su edad. Sobre la rocosa playa negra y roja se recortaba la silueta de mi amigo emplumado, que había adquirido el hábito de tocar tierra, siendo que lo suyo y lo de todos ellos son los arrecifes, los acantilados y la borda de las barcas pesqueras, que por allá no había.

No tenía pescado que ofrecerle. Yo llevaba semanas sin pescar. Tampoco hizo falta, Hugo traía reservas en el buche, así que en algún momento alzó el pescuezo y se proveyó de un snack.

De esta aptitud les viene a los pelícanos la buena fama mitológica de que se arrancan el corazón para sus hijos, o que estos se lo arrancan a picotazos por no morir de hambre y sin matarlo, pues en realidad sólo extraen los peces de la recolección del padre. Borges y Da Vinci son más sensacionalistas al respecto: hablan de sangre.

Al principio, mi monólogo fue desordenado, iba de consideraciones meteorológicas a remembranzas de mis años de oficina en la universidad. Como si Hugo supiera qué es una universidad. O una oficina, para el caso.

De su vida no sabía yo nada. Si era padre, o abuelo. Siempre sospeché que sería un soltero empedernido. Nada me consta, pero al menos en la isla Fernandina no tenía nido. Ni él ni ningún otro pelícano. Eso seguro.

Por temporadas, las cuatro costas de la isla se poblaban de pelícanos blancos y grises. Hugo entre ellos, pero él tendía a lo ermitaño. No que los pelícanos sean muy gregarios, ni siquiera entre ellos, pero Hugo era demasiado grande, supongo que imponía temor. Si elegía determinado farallón para posarse, las aves que lo ocupaban (gaviotas, albatros o pingüinos) a su llegada ahuecaban el ala.

Abordé el tema de mi vieja pesquisa de pingüinos verdes, de mi olvido, de mi accidental hallazgo de uno al fin, "que precisamente tú, mi estimado Hugo, acabas de ahuyentar", le reclamé blandamente.

-Tú lo viste. Elegante y raro. Tú lo oíste, Hugo, aunque a tu llegada dejó de hablar. ¿Sabes? No sabía que los pingüinos pueden hablar Quizá los verdes tuvieron algún antepasado perico, ¿no?

Según su costumbre, Hugo aparentó indiferencia. Según mi costumbre, seguí hablando a solas. Una inolvidable luna grande se ruborizaba, apenas rozada por dos monumentales nubes del horizonte. Parecía atrapada en el día, como que no lograba irse a su noche.

Día-noche austral. No sé qué opinaría Hugo, pero me dio la espalda, pegó un corto vuelo y se posó en el agua, más allá de donde la marea reventaba convertida en las olas, y flotó subiendo y bajando, como las botellas que yo arrojaba al oceáno cada día. Más bien, pensé burlándome, Hugo nadaba como un pato.

 
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