Usted está aquí: martes 23 de mayo de 2006 Opinión México, Brasil, EU, Cuba

Pedro Miguel

México, Brasil, EU, Cuba

" Hay dos clases de mentiras: las mentiras y los derechos humanos", podría parafrasearse en este mundo de 2006, cuando los regímenes que han logrado el cum laude democrático apalean o asesinan a la gente en las calles, el gobierno de Estados Unidos encabeza la lista planetaria de secuestradores y la Unión Europea mete la cabeza en un hoy para no ver ni oír a los aviones de la tortura que vuelan por su espacio aéreo.

En nuestro continente, dos hechos aislados y distantes, Atenco y São Paulo, permiten asomarse al horror: ante disturbios de diversa magnitud, los cuerpos policiales no actúan para restaurar el orden, sino para ejercer venganza y para sembrar el terror entre los habitantes; no para aplicar órdenes de detención, sino órdenes de humillación generalizada, de causar lesiones, y acaso también órdenes de homicidio. Al patrón de los hechos en uno y otro lado -ejercicio sistemático de una fuerza excedida y desviada- se sucede el patrón de acontecimientos mediáticos: cuando se retira la ola del aplauso inicial porque al fin alguien se animó a poner orden, va quedando al descubierto un panorama de muertos y heridos inocentes, de abusos injustificables, pero regulares, y testimonios que revuelven el estómago. Los de Atenco han terminado por abrirse paso y confrontarse ante la opinión pública con un discurso oficial que niega el atropello. Los sucesos de São Paulo, mucho más cruentos, son todavía muy recientes y no hemos acabado de conocer plenamente la extensión del abuso. En todo caso, el gobernador paulista, Cláudio Lembo, reconoció ayer que la policía "pudo haber matado inocentes" y el número oficial de actas de defunción (109) no coincide con la cantidad de cadáveres. A fines de la semana pasada, el corresponsal de la BBC en São Paulo, Steve Kingstone, enviaba este relato:

"El lunes por la noche, Ricardo Flauzino, de 22 años, fue a visitar a su novia en un barrio de clase trabajadora en los suburbios de São Paulo. Momentos después, se le acercó un grupo de hombres fuertemente armados, quienes le dispararon varias veces en la espalda y en la cabeza. Vecinos de la zona afirman que los asesinos eran oficiales de la policía: 'Estaban encapuchados y usaban chaquetas oscuras sobre sus uniformes', dijo un hombre que prefirió no identificarse. 'Después de que lo mataron, corrieron hacia nuestras casas, donde la gente estaba conversando. Y siguieron disparando, para asustarnos y para que abandonáramos el lugar', afirma, y señala los orificios que dejaron los disparos en las paredes de las casas. Los pobladores vieron a los asesinos quitarse las chaquetas y mostrar su uniforme de policía, supuestamente para investigar el tiroteo. 'Nos preguntaban quién había matado a Ricardo', recuerda una joven."

En ambos casos es sorprendente que las autoridades tuvieran sólidos y hasta enormes argumentos para restablecer el orden, y un margen de legitimidad incuestionable para implantar medidas represivas apegadas a derecho, y que los cuerpos de seguridad hayan actuado, en cambio, con descontrol y atropellos demasiado extendidos y sistemáticos para resultar verosímiles. En ninguno de los dos países los incidentes previos a la violencia oficial involucraron de manera directa a los gobiernos nacionales; en los dos se trataba de asuntos estatales en entidades gobernadas por facciones políticas distintas a las federales. Lembo rechazó en todo momento la intervención de la fuerza pública que ofrecía el gobierno de Lula. En el estado de México, en cambio, el priísta Enrique Peña Nieto solicitó de inmediato el apoyo del panista Vicente Fox. Pero, a fin de cuentas, una vez sofocados los motines y la ofensiva de la delincuencia, el presidente brasileño elogió la actuación de las autoridades paulistas y les expresó su solidaridad.

El guión, en ambos casos, recuerda la actuación del gobierno de Estados Unidos tras los atentados del 11 de septiembre de 2001: con más de 4 mil civiles inocentes asesinados, tenía el argumento perfecto -y hasta la razón- para demandar una estrecha colaboración internacional, policial y de inteligencia, a fin de desbaratar la red de Al Qaeda. Habría podido erigirse en líder de la legalidad y de los derechos humanos. Optó, en cambio, por demoler las leyes internacionales y por quebrantar en forma masiva las garantías individuales. Invadió y destruyó dos países, lanzó bombas contra hogares civiles -lo sigue haciendo- y estableció un aparato para torturar, secuestrar y asesinar a meros sospechosos de terrorismo, y a algunos que ni a eso llegaban. Son muy diferentes entre sí las tres circunstancias, sobre todo en la escala. En cambio, los discursos gubernamentales acerca de derechos humanos, al margen de las singularidades de estilo, se parecen cada vez más a la ficción literaria. Ah, y, por cierto, ¿qué hay de los 71 presos de conciencia que Amnistía Internacional documentó en Cuba? ¿Y qué de las golpizas totalmente arbitrarias que sufren a manos de sus guardianes, y de los confinamientos por meses en celdas tapiadas de dos metros por uno, sin agua potable ni la posibilidad de hacer ejercicios? ¿Otro relato malévolo urdido por la CIA?

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