Usted está aquí: domingo 28 de mayo de 2006 Opinión EJE CENTRAL

EJE CENTRAL

Cristina Pacheco

Las vidas breves

La vida de Gustavo quedará para siempre contenida entre dos fechas: 1995 y 2006, cuando se suicidó. Tenía 11 años, iba en quinto año de primaria y estaba aprendiendo el oficio de su padre, vulcanizador. ¿Cuántas fotos documentarán los momentos culminantes de una historia tan breve? Sean las que fueren, permanecerán en las páginas de un álbum: "Con sus padrinos, el domingo que lo bautizamos", "El día en que le brotó su dientito", "De la mano de su abuela", "En La Villa con sus dos hermanos", "De paseo en trajinera", "Bailando en el festival escolar".

Gustavo también iba a participar en un bailable en este Día de las Madres. Horas antes le pidió a su padre que le comprara un traje para lucir bien vestido en la representación. Por falta de recursos, su padre no pudo complacerlo. Gustavo se sintió frustrado y, aunque nadie puede asegurarlo, tal vez por eso se quitó la vida.

Este niño ya es parte de las estadísticas que señalan el suicidio como séptima causa de muerte infantil. Los motivos van desde violencia intrafamiliar, incompatibilidad con los padres, problemas domésticos hasta incapacidad de socializar y bajo rendimiento en los estudios.

La historia de Gustavo me recordó la de Manuel. Lo conocí cuando ambos éramos niños. Entonces no me explicaron las razones por las cuales se había suicidado... Ahora un recuerdo nítido me hace verlas con toda claridad.

II

Nunca he vuelto a una casa como la de Manuel. Las habitaciones formaban una escuadra con un enorme patio techado al centro. El piso era de mosaico amarillo. Sin macetas ni jaulas, perfectamente pulido, semejaba una pista de baile abandonada. Marcada con el número 33 de la calle Damián Carmona, la casa parecía habitada sólo por sus dueños: Rita y Esteban. Me enteré de la existencia de Manuel gracias a Yolanda, nuestra vecina. Había desistido del convento para consagrarse al magisterio. Durante las mañanas era profesora en el Instituto Minerva y por las tardes daba clases a domicilio.

De lunes a viernes, a las cuatro en punto de la tarde, Rita esperaba a Yolanda en la puerta de su casa. Dos horas más tarde se despedían en el mismo punto. Tal exactitud despertó mi curiosidad y le pregunté a la maestra si Rita y Esteban eran sus alumnos. "No, es su hijo Manuel. Sus papás no lo mandan a la escuela para que los otros niños no se burlen de él. A Manuelito le dio poliomielitis y no puede caminar: se arrastra". Nunca había escuchado esa palabra -poliomielitis- y la explicación que Yolanda me dio me confundió aún más.

Sólo me quedó claro que Manuel era hijo único y lo conservaban segregado de otros niños por las mismas razones que impedían asistir a la escuela. El aislamiento y el mutismo de su alumno inquietaban a Yolanda más que su falta de interés por el estudio: "No quiero ni imaginarme lo que sucederá con mi muchachito el día en que sus padres ya no puedan cuidarlo".

III

Desde que Yolanda me reveló el padecimiento de Manuel temía pasar frente a su casa: relacionaba el número 33 con los vagos horrores implícitos en el término "poliomielitis" y, por extensión, con el nombre del enfermo. Una tarde le hablé a Yolanda de mis aversiones. Sus ojos se llenaron de incredulidad: "¿Cómo es posible que un sentimiento tan feo quepa en el corazoncito de una niña? Tus padres deberían haberte enseñado que debemos respetar a todas las criaturas de este mundo: desde la hormiga más insignificante hasta la gran creación de Nuestro Señor: los seres humanos. Manuel, aunque esté muy enfermito, es uno de ellos".

Yolanda respiraba fatigosamente a causa de la emoción, pero interpreté sus jadeos como señales de que estaba a punto de contraer la enfermedad de su discípulo. Temerosa del posible contagio huí a mi casa. Yolanda me siguió, le dio a mi abuela una versión de los hechos y le hizo un retrato tan desgarrador de su pobre muchachito que Mamá Lola y yo terminamos llorando: ella porque intuía el futuro de Manuel y yo por sentirme la persona más inhumana del mundo. Para liberarme del malestar acepté la proposición de la profesora: acompañarla a la clase del lunes. Ella se encargaría de convencer a Manuel para que me recibiera, siempre y cuando sus padres estuviesen de acuerdo. Así fue.

El lunes después de comer mi abuela me acompañó hasta el zaguán. Tomada de su mano esperé la aparición de Yolanda con el íntimo deseo de que algo le impidiera llegar. Mi antipatía por la maestra nació cuando la vi aparecer más arreglada que de costumbre, como si se dirigiera a una fiesta infantil y no a una clase.

Jadeante, como siempre que se emocionaba, habló de lo mucho que se había esforzado el viernes para evitar que, a última hora, los padres de Manuel me retiraran el permiso de visitarlo. Mi abuela elogió su perseverancia, su buen corazón, y la hizo prometerle que volveríamos pasadas las seis de la tarde. Al recordar la escena pienso que a Mamá Lola también le inspiraba extraños temores la palabra "poliomielitis".

Mientras nos dirigíamos a la casa Yolanda me advirtió: "Manuel ya sabe que irás a verlo, pero como nunca antes ha recibido una visita se pondrá nervioso. Te lo advierto para que no te asustes".

IV

Rita nos esperaba. Me saludó con fingida amabilidad, me preguntó qué tal pasaba las vacaciones en casa de mi abuela y abrió la reja que dividía el patio del zaguán.

Manuel era un niño de estatura normal pero la camisa amplia y los pantalones enormes lo hacían parecer un gigante echado a mitad del patio. Estaba de espaldas, en una clara actitud de rechazo. Rita murmuró una disculpa y Yolanda, con un gesto, la invitó a retirarse. Quedamos los tres solos: "Mane: ¿no vas a saludar a tu amiguita? Ella tiene muchas ganas de conocerte y acompañarnos a tu clase. Si hoy pones atención, te dejaré una hora libre para que jueguen". La respuesta de Manuel me sorprendió: impulsándose con los brazos, ágil como un pez en el agua, se arrastró hacia el único cuarto que tenía la puerta abierta.

Sin darme explicaciones ni tiempo para reponerme del asombro, Yolanda me tomó de la mano y me arrastró también hacia lo que era un aula improvisada. Había un tendedero con ropa húmeda, cajas de cartón liadas con mecates, una llanta, un taburete y una máquina Singer improvisada como escritorio. Detrás un pizarrón con letras y números mal borrados: fantasmas de antiguas lecciones.

Manuel estaba acorralado en el rincón, bajo el tendedero. Pude ver su cara, pero sólo recuerdo con exactitud sus ojos rasgados y sus largas pestañas que le imponían a toda su expresión un toque extraño.

Yolanda se sentó junto a la máquina Singer y se dirigió a mí como si fuera su alumna: "¿Has oído decir que hablando se entiende la gente? Es muy cierto pero a veces no ocurre así. Me sucede con Manuel. Todos los días, durante dos horas, le digo por qué es importante que aprenda bien a leer y a escribir. Le describo lo que sucederá el día en que, Dios no lo quiera, sus padres abandonen esta tierra y él quede solo en el mundo. ¿Qué hará? ¿Adónde irá? ¡Contéstame! ¿No lo sabes? Yo sí: tal vez se quede aquí y cuando se le agoten el agua y la comida... Si bien le va, tal vez un alma caritativa lo lleve a un asilo, a un hospital o quizá a un manicomio. ¿Será justo que termine sus días amarrado a una cama? No, pero ocurrirá si él no se adiestra para el futuro".

Yolanda se levantó, se puso a borrar el pizarrón y siguió hablando de espaldas a nosotros: "Se lo digo a diario. En eso invierto por lo menos una hora, de lunes a viernes, y no logro que Manuel reaccione. Lo único que recibo a cambio de mi esfuerzo es su silencio. Se comporta siempre así, como hoy, pero no pienso darme por vencida. Cumpliré con mi misión: conseguir que entienda lo que la vida le tiene reservado desde el momento en que sus padres mueran. No lo deseo, pero es la ley de la vida: nadie puede cambiarla y es igual para todos".

La maestra golpeó el borrador contra la palma de su mano izquierda, giró hacia Manuel y entre nubes blancas terminó su discurso: "No importa lo mucho que te quieran tus padres, de todas maneras se irán de este mundo y te dejarán. Lo que te aguarda si no te preparas es tan terrible que por las noches rezo y le pido a Dios que nunca te deje solo".

Poco después mi abuela me informó de la trágica muerte de Manuel: "Lo encontraron ahorcado en el tendedero. Nadie entiende por qué lo hizo". Ahora lo comprendo perfectamente.

 
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