Usted está aquí: domingo 28 de mayo de 2006 Opinión A la Maga

Bárbara Jacobs

A la Maga

La agencia internacional de noticias UPI de Nueva York envió a Josefina di Lorenzo a cubrir los Juegos Olímpicos de 1968 en México. Por conexiones todavía intramuros me contactó a mí apenas pisó tierra mexicana con meses de anticipación. Como por su sangre corrían orígenes italianos, en la universidad estudió letras francesas y escribió sobre los Tropismos de Nathalie Sarraute. Una vez entre nosotros no le costó mayor esfuerzo aprender español.

Antes de arrancar con temas literarios me resumió su vida en una experiencia fuera de lo común. Su hermano mayor, que era corredor de coches profesional, la introdujo al mundo del paracaidismo y la apoyó cuando ella estuvo lista para lanzarse de un avión. Para Josefina, o Ioa, como la llamé, el instante antes de que el paracaídas se abriera ella conoció la libertad.

Ioa era supersticiosa. Mientras no estornudara tres veces al despertar y ver la luz del día no creía estar de veras viva. Pero en cuanto estornudaba por tercera vez se le iluminaba la expresión como si hubiera abierto las cortinas de la ventana. En muchas ocasiones fui testigo de esta iluminación en su cara, pero en ninguna como la vez que me contó su experiencia en el aire.

Cuando se ponía nerviosa, Ioa se mordía las uñas; se rascaba la cabeza y se despeinaba agitadamente. Solía estar despeinada y con las puntas de los dedos mordisqueados y casi sangrantes, pero era alegre y reía incluso sin motivo aparente. Era una lectora veloz. No ponía un libro sobre la mesa; lo arrojaba. No se sentaba en una silla, se dejaba caer.

Después de la Novena de Beethoven, los libros y los periódicos, sus aficiones incluían a los perros y los caballos. Se hizo amiga de un charro y los sábados por la mañana cabalgaba con él por la avenida Miguel Angel de Quevedo de oriente a poniente.

A pesar de ser de ideas reaccionarias, tomó el partido de los estudiantes y cubrió la invasión del ejército a la ciudad universitaria en México. Yo estaba a su lado cuando un soldado le arrebató la cámara fotográfica y le sacó el rollo. Terminados los Juegos, Ioa siguió aquí. Escribió una tesis sobre Rayuela que le dirigió Rosario Castellanos. Antes de recibirse viajó a Buenos Aires para ambientarse y porque ya conocía bien París. Hizo un reportaje sobre Borges, que por esos días dictó no sé qué conferencias, y además se encontró de casualidad con Cortázar en un ascensor. Quiso hacerme creer que él le preguntó, "¿A quién me recuerdas?" Y que ella le contestó que sin duda a la Maga.

Tenía tiempo para pasar a máquina páginas de mis cuadernos y persuadirme a presentárselas a Orfila en Siglo XXI; pero de la novela que ella quería escribir no hacía más que acumular posibles títulos. Temas tampoco le faltaban. Había sido jurado en un juicio a una cuidadora a la que se le quemó el niño al que cuidaba; construyó una casa en Cuernavaca para los niños enfermos de las Hermanas de la Caridad; estuvo una temporada en Calcuta trabajando con los pobres de la Madre Teresa.

Como su papá era un alto ejecutivo de la General Motors, Ioa chocaba coches sin preocuparse por las consecuencias. Y de hecho confiaba tanto en su propia dejadez que no entendía por qué un joven de México, que había estudiado con el hermano de Ioa en una universidad prestigiosa de los Estados Unidos, no contestaba las llamadas ni las cartas que salían de una periodista oculta en San Ángel y se dirigían a un codiciado heredero de las Lomas de Chapultepec.

Dimos clases de lengua inglesa juntas en la Universidad Iberoamericana y recorrimos librerías, cines y cafés al norte y al sur del río Bravo. Cuando Ioa tuvo que regresar en definitiva a su país se había hecho de tantas cosas que contribuí con un par de maletas para que le cupiera todo el equipaje que se obstinó en cargar. En parte para evitar una escena de despedida demasiado emotiva en el aeropuerto, y en parte porque pensábamos firmemente en cumplirla, hicimos una cita para rencontrarnos en los leones de piedra de la Biblioteca Nacional en Nueva York.

Sin embargo, pasó el tiempo y no volvimos a contactarnos. No sé cómo cayó en mis manos una fotografía de ella. La imagen no me recordó a nadie y en un principio no supe ni de quién era. Averigüé que le habían extirpado un tumor de la cabeza; que nunca se casó y que arrastra los pies por las calles de su ciudad. Despeinada y alegre va seguida por un perro callejero, que menea la cola y gime cuando ella se detiene y se pone en cuclillas para acariciarlo.

 
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