Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 28 de mayo de 2006 Num: 586


Portada
Presentación
Sobre Juárez
IGNACIO M. ALTAMIRANO
Viaje por la noche de Juárez
PABLO NERUDA
Carta a a Maximiliano
BENITO JUÁREZ
Legitimidad del Ejecutivo
IGNACIO RAMÍREZ
La escalera del deseo
AUGUSTO ISLA
Benito Juárez: cuando la perfección hace daño
EDMUNDO GONZÁLEZ LLACA
Dos poetas jóvenes
Juan Gelman y otras cuestiones
MARCO ANTONIO CAMPOS
Mentiras transparentes
FELIPE GARRIDO
Bazar de asombros
In memoriam

Columnas:
Ana García Bergua

Javier Sicilia

Naief Yehya

Luis Tovar

Alonso Arreola

Jorge Moch


Directorio
Núm. anteriores
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Edmundo González Llaca

Benito Juárez:
cuando la perfección hace daño

Siempre he tenido la duda si Benito Juárez fue primero bronce y mármol, o carne y hueso; si primero fue estampita de trabajo escolar o persona; si lo primero que dijo fue "El respeto al derecho ajeno es la paz", o mamá o tío, obviamente en zapoteco. Si cuando andaba cuidando a las ovejas se mantenía tan bien peinado, si cuando platicaba con alguien lo veía a los ojos o si siempre se la pasó hablando y al mismo tiempo apuntando con el índice al horizonte. En otras palabras, siempre me ha quedado la duda si Benito Juárez fue realmente un ser humano.

Tampoco he logrado explicarme por qué Juárez nunca aparece con siquiera una mirada de satisfacción en algún recorrido triunfal o en una foto del recuerdo, cuando es de los pocos héroes de nuestra historia cuyas gestas tienen un final feliz. La gran mayoría luchó denodadamente por la patria, pero por equis o zeta razones nunca vieron culminado su esfuerzo. Juárez tuvo ese privilegio y no he visto una fotografía suya, ya no digamos soltando una carcajada, ni siquiera una sonrisita enigmática al estilo de la Gioconda. Al menos un gesto de alegría, de complicidad, que denotara ese sentimiento tan mexicano: "me los fregué". Ni cuando triunfó la República.

Ciertamente en aquella época tomarse una fotografía era un momento solemne, y reírse hubiera parecido una impertinencia no acorde con la trascendencia que imponía la luz cegadora que acompañaba al clic de las cámaras de entonces. Sólo conozco una foto en la que Juárez parece un mexicano más, como uno de nosotros. Está tomada en Nuevo Orleáns, el Benemérito se encuentra sentado en medio de un grupo de personas y está jugando a algo. Emilio Cárdenas me dice que "tute", un juego de mesa de aquellos tiempos, otros me dicen que dominó. No sé, pero de seguro le habían ahorcado la mula de seises o una desgracia parecida, pues está con el rostro descompuesto y, algo increíble, despeinado. Un mechón desordenado le cae en la frente. Esta es la única imagen de un Juárez desconocido, del héroe siempre perfecto en su atuendo y en su orden personal.

¿Pero cuál sería la preocupación para reflexionar sobre la seriedad de tiempo completo de Juárez y su divorcio con la risa? Una de los grandes beneficios de la historia es provocar en el pueblo la idea de emular a sus próceres. Resulta difícil estimular la imitación si el ilustre oaxaqueño se proyecta como un ser humano para el que son prácticamente desconocidos los gestos y las reacciones del común de los mortales. Juárez es la conciencia del país, impecable e implacable, objeto de veneración y respeto, pero muy lejano a espuelear la imaginación del común de la gente para ir tras sus huellas. Es una especie de Yahvé zapoteco, que nos persigue con su dedo flamígero al mismo tiempo que nos grita apotegmas. Dan ganas de conmemorarlo, pero que nunca se salga de la agenda cívica.

Tal vez el responsable de esta imagen del Juárez inaccesible e inalcanzable fue el fotógrafo oficial. Todos conocemos esa imagen, un Juárez con el pelo engominado, de quien no sabe de menjurjes y se pone dos poquitos, o del que, consciente de sus características étnicas, sabe de las jugarretas de la hirsuta pelambre. En la foto se observa que la piel es apenas la necesaria para cubrir el hueso; nada sobra, nada cuelga. La frente despejada, el entrecejo sin arrugas: cara forjada para no darle mucho trabajo a los escultores de monumentos.

Las mandíbulas apretadas del hombre acostumbrado al ejercicio permanente del control personal, los labios cerrados de quien está más acostumbrado a hablar consigo mismo que con el exterior. Los párpados levemente hinchados dejan a los ojos en calidad de rendijas y le dan al rostro un aire oriental e inaccesible. Sus apologistas dicen que tiene la mirada segura, yo la observo doliente. No tiene la mirada transparente y nostálgica del que sueña. No es la seguridad positiva del autosuficiente, sino del que está decidido a todo, consciente del sacrificio. La firmeza trágica que da la mezcla de la convicción en el destino y la abnegación.

Obviamente en toda la cara de Juárez no se observa ningún espacio donde podamos descubrir que el sentimiento o la alegría hayan dictado al menos un renglón. La risa es flexibilidad, distensión, pérdida de control; su arquitectura es ondulante, la que está divorciada de la rigidez petrificada del rostro del caudillo de la Reforma.

En la famosa foto aparece con el traje negro y la camisa blanca almidonada, no es un indio endomingado pues no hay ningún guiño de presunción. Es la vestimenta obligada para quien cumple tan altas funciones; se acepta pero no se presume. No tiene el aire del catrín, más bien del que sabe de sus orígenes y acepta el disfraz de la investidura. La corbata de moño le da a la imagen un aspecto de aún mayor seriedad, pero también algo de provinciano, para quien la elegancia es sólo una variable de la disciplina y la penitencia.

La bandera mexicana cruza en el pecho y la leontina, esa pequeña cadena corta de la que cuelga el reloj en el chaleco, es el único adorno. En Juárez todo es rígido, formal, propio, institucional, inflexible, puntual. Ayuno de todo sentimiento y espontaneidad. No en balde hasta Margarita Maza en la intimidad le llamaba: "Señor Juárez."

Obviamente carecía de sentido del humor. Se dice que en una ocasión Juárez le ofreció a Melchor Ocampo un puro, al parecer después de estar en Nuevo Orléans le quedó la costumbre de fumarse uno de vez en cuando, pues vivió de enroscarlos en esa ciudad. Ocampo vio el puro y en tono de broma le dijo: "No, señor, gracias, por aquello de que indio que fuma puro, ladrón seguro." Juárez, más serio que Maximiliano ante el pelotón de fusilamiento, le replicó: "En cuanto a lo de indio, no lo puedo negar, pero en lo segundo, no estoy conforme."

El fracaso del chistorete del creador de la epístola nos hizo quedarnos sin saber si alguien le conoció los dientes a Juárez y no solamente su dentista pues, según se dice, Ocampo se deshizo en disculpas y Juárez ya no le dijo nada.

Pero regresemos al tema, queremos saber por qué Juárez no reía, es más, nos gustaría que lo hubiera hecho, porque es uno de los atributos más humanos, lo que eliminaría un poco la distancia entre él y nosotros. Estoy seguro que nos sentiríamos más capaces de imitarlo. Ya le echamos la culpa al fotógrafo, que ya murió y no nos puede replicar. Ahora podemos responsabilizar de esa distancia entre Juárez y el pueblo a los historiadores. Bien sabemos que estos profesionistas se la pasan revisando documentos antiquísimos y haciendo pruebas del carbono catorce, lo que hace que no les dé tiempo para leer los periódicos del día, lo que nos garantiza cierta impunidad.

Los historiadores nos transmitieron una imagen perfecta e inobjetable de Juárez. Toda proporción guardada, ni Cristo ha sido descrito con tal grado de perfección, pues hasta Él se le reconocen dudas y tentaciones, lo que no ocurre con el de Guelatao. Los mexicanos contamos con un héroe no apto para una película en technicolor, sino para rollos blanco y negro, porque así lo marcaron nuestros historiadores oficiales. Obviamente lo blanco encarnado por Juárez, que significa: lo heroico, la impasibilidad, la abnegación y el patriotismo. Lo negro, que son: los enemigos, los transas, los críticos, los inmorales, los vende patrias.

Los historiadores oficiales, influidos por la cultura "Tupperware" (¿así se escribe?), crearon la imagen de un héroe hermético, sin fisuras, protegido contra el virus de la debilidad y los claroscuros de la condición humana. Esto no funciona ni es creíble, el bicentenario de su nacimiento representa una oportunidad para revisar la historia.

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