Usted está aquí: viernes 2 de junio de 2006 Política Atención, señor Presidente

Gustavo Iruegas

Atención, señor Presidente

A pesar de las fanfarrias por la resolución del Senado estadunidense de implantar una reforma migratoria, la nueva situación en la frontera debe ser motivo de honda preocupación para nuestro gobierno y nuestra sociedad.

La concepción general del programa de regularización implica incorporar a unos y expulsar a otros, en una evidente aplicación del aforismo de César, divide et impera. Así, México podría alegrarse por los que se quedarán y cumplirán su propósito, siempre y cuando puedan comprobar una residencia de cinco años, no tener antecedentes criminales, haber trabajado como mínimo tres de los pasados cinco años, pagado los impuestos federales y del estado, estar inscritos para el servicio militar selectivo (es decir, disponibles para servir en la Guardia Nacional) y demostrar conocimiento del idioma inglés, además de pagar una multa de dos mil 500 dólares más los honorarios del gestor o coyote. Pero México debería preocuparse mucho por los millones que regresarán y más aún por los que, contra su voluntad, no se irán. Sin olvidar que su principal obligación e interés es con los que no tienen intención de irse.

El cambio cualitativo en el fenómeno migratorio entre México y Estados Unidos ocurrido en las últimas semanas ha sido tan formidable como sorpresivo. La parte interna de la respuesta estadunidense a los ataques del 11 de septiembre del 2001 -la creación del departamento de seguridad interior- significó la sujeción de la población a un régimen policiaco y alentó a las derechas de Estados Unidos, población y gobierno, a incrementar la presión sobre los emigrantes indocumentados, a los que perciben no solamente como potencialmente peligrosos, sino consideran en franco desafío a su sistema legal. Por su parte, y ante las amenazas de endurecimiento legal en su contra, los indocumentados mostraron en toda su magnitud el peso de su presencia en la sociedad estadunidense. Las espectaculares marchas que realizaron a fines abril y principios de mayo dieron resultado. Quizá demasiado. La sociedad, los medios, los partidos políticos y el gobierno comprendieron que esos millones de personas están ahí, en su sociedad y en su economía, y quieren estar en la legalidad. Están resueltos a quedarse y, de una o de otra manera, más tarde o más temprano, su situación habrá de ser regularizada. Pero también saben que todos los ejercicios anteriores de amnistía o regularización, en vez de acabar con el problema, han servido de aliento a nuevas oleadas de inmigrantes irregulares convencidos de que, al final, ellos también serán regularizados.

En esta ocasión las cosas han sido diferentes. Antes de que el Senado aprobara el programa de regularización migratoria fue necesario que el gobierno garantizara que, físicamente, se detendría el flujo migratorio: se construye la muralla y muy pronto se enviará la tropa a impedir las infiltraciones. La medida funcionará porque, si lo hasta ahora anunciado fuera insuficiente, se agrandará el muro y se aumentará la tropa cuanto sea necesario.

Quizá el gobierno de Estados Unidos haya encontrado por fin la manera de moderar sustancialmente la corriente migratoria, aunque para México, gobierno y sociedad, significará mayores dificultades y tensiones.

Desde principios de los años ochenta el gobierno de Estados Unidos ha manifestado su preocupación por el peligro de estallidos sociales y situaciones descontroladas en las ciudades mexicanas a lo largo de la frontera. La inquietud se explica por la concentración de personas que intentan pasar al otro lado de la frontera y, mientras lo consiguen, permanecen como población flotante en la ciudad mexicana, en la zozobra que les causan la miseria, el hacinamiento y el peligro. Quien conozca la colonia Libertad de Tijuana sabe que se trata de una apretada concentración de precarias construcciones de cartón asfaltado y llantas usadas, donde un incendio podría fácilmente alcanzar proporciones catastróficas. Situaciones semejantes se reproducen a lo largo de la frontera. Ahora funciona un programa que, desde Arizona, ofrece a los indocumentados expulsados la opción de ser transportados por vía aérea hasta la capital de su lugar de origen. Se trata de aliviar la presión sobre las ciudades fronterizas que causan los emigrantes en espera de su oportunidad de paso al otro lado. No es una idea nueva. Programas semejantes se han realizado a lo largo de los años, pero nunca han tenido resultados significativos. Ahora debemos esperar un aumento considerable en la presión social en esas ciudades.

El cierre de la frontera no podría ser menos oportuno. La acumulación de emigrantes frustrados y expulsados no hará otra cosa que empeorar la explosiva situación en la frontera y en el país. La presencia de tropa armada a cada lado de la frontera no trae seguridad, trae riesgos. Igualmente peligroso, pero más difícil de realizar, es bloquear nuestra frontera del sur en beneficio de Estados Unidos. En todo el país, pero principalmente en la frontera, la delincuencia organizada, la que trafica con drogas, armas y personas, ha elevado los crímenes violentos a niveles de pesadilla y el gobierno ha sido incapaz de someterla. Tampoco ha podido controlar ni desalentar la delincuencia común que tanto mortifica al país. A esto hay que agregar que la tranquilidad social se ha roto violentamente en el ámbito sindical y en diversas modalidades de organización popular. Todo en medio de un proceso de sucesión presidencial, caracterizado más por la vileza que por la hidalguía, en el que está en juego el rumbo del país en los próximos veinte años. Los riesgos son muchos y no se agotan el 3 de julio. Atención, señor Presidente.

 
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