Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 11 de junio de 2006 Num: 588


Portada
Presentación
Bazar de asombros
Capitalismo y comunismo: los mineros del carbón de Frank Keeney
EDMUND WILSON
Detroit Motors: línea de ensamble
EDMUND WILSON
El maestro de la escena
EDMUND WILSON
Un lugar para saltar
EDMUND WILSON
Mentiras transparentes
FELIPE GARRIDO

Columnas:
Ana García Bergua

Javier Sicilia

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Jorge Moch


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ANA GARCÍA BERGUA

PREMIO Y PAMPA

Para Julio D. Escamilla

Ahora les voy a contar cómo se entregan los premios literarios en la hermosísima ciudad de Quetzaltenango, Guatemala, a donde acudí el año pasado como representante del jurado que calificó las ramas de poesía, cuento y dramaturgia en el concurso internacional que se realiza ahí. Nunca había yo visto nada semejante y hasta el momento me pregunto si no fue todo una alucinación provocada por la indigencia en que solemos habitar los artistas, dedicados a tumbarnos en los parques e ingerir drogas fuertes, como todo el mundo ya sabe.

Pues verán: el teatro de la ciudad se engalana con una pasarela a mitad del patio de butacas. Al fondo del escenario, un trono en el que reposan la capa de armiño y el cetro, a más de unos butacones en fila, a ambos lados de la alfombra roja, esperan la llegada de los invitados, que son todas las personas prominentes de la ciudad (es una ciudad pequeña). Acomodada la concurrencia, se da comienzo a la lectura de diferentes textos de tema literario: que si Cervantes, que si la literatura universal, que si las glorias locales a quienes se dedica el premio, etcétera. Acto seguido avanzan por la pasarela la reina de los juegos florales y sus acólitas, bellas quinceañeras ataviadas de blancos vestidos largos y mirada inocente. Entonces —al son del locutor que describe los actos del ceremonial— el poeta laureado en aquella ocasión cruza la pasarela para colocar a la reina la corona, el cetro y la capa, munida de lo cual ella asegura sentir que el amanecer de su juventud se ilumina con los efluvios creativos del bardo, quien a su vez es condecorado, floreado y obsequiado con objetos singulares, como un enorme pergamino decorado con quetzales, el cual se guarda en un tambor. Lo mismo les pasa al dramaturgo y al narrador vencedores, quienes la verdad se ven un poco confundidos. La cosa continúa en ese tenor y culmina en un gran salón, al son de hermosos valses producidos por una enorme marimba. Si toda la ceremonia tiene un exquisito aire decimonónico, es porque no se ha modificado ni un maravedí en los noventa años que lleva instituido el premio (hasta la prosa se le contagia a uno, como pueden ver). Yo no sé qué hubiera dicho Tito Monterroso de haber presenciado un rito parecido, o si lo presenció y por eso escribía lo que escribía. Es difícil de saber. A mí me tocó bailar el vals con el señor que pintó el pergamino.

Pero ahí no termina todo. Quizá para contrarrestar un poco lo enmerengado de la ceremonia recién descrita, generaciones más recientes han impuesto otra muy opuesta que se celebra al día siguiente en la biblioteca de la ciudad, a la que no faltará quien califique de balde agua fría: consiste en sentar a los escritores galardonados a una mesa enorme, a cuyo alrededor cabe el público interesado (insisto en que es una ciudad pequeña), y asestarles todas las críticas posibles, primero en boca de exponentes designados, y después de los espontáneos, quienes a su vez pasan a decir lo que les venga en gana. Una especie de tertulia pero a lo bestia. Y los galardonados, en diferentes medidas, hay que decirlo, no la pasan tan bien. Uno de ellos, el dramaturgo Julio D. Escamilla, me decía que no entendía por qué primero le daban un pergamino y lo besaban unas quinceañeras, y al día siguiente lo ponían por los suelos y se preguntaban por qué le habían entregado el premio. Pues sí que es algo notable aquella entrega de premio literario: aquí en México tenemos entregas de premios en las que se unge al vencedor o en las que se le vapulea, pero no todo junto. Será que los locales somos menos resistentes.

De cualquier manera, no olvido ni desagradezco la experiencia vivida en esa ciudad tan bonita, todo lo contrario. Menos ahora que estamos al borde de las elecciones. Quizá son mis prejuicios (la holganza, que no es buena), pero hay algo en la relación entre los panistas y la cultura que recuerda a aquella ceremonia en el teatro de Quetzaltenango, y la verdad da un poco de inquietud (o de morbo: ¿se imaginan unos juegos florales lopezvelardianos en Bellas Artes con damiselas y todo? Sería una chulada…). Lo malo es que el ritual subsecuente del vapuleo recuerda también a las políticas culturales en que un grupo gana el pastel y los otros grupos pasan el sexenio ocupados en reprochárselo: algo así como premio con pamba. No sabría yo a qué partido adjudicar esta última práctica, pero lo dejo a la infinita imaginación de los lectores. Y me regreso al parque a mirar las nubes, que para eso estamos los artistas.