Usted está aquí: lunes 19 de junio de 2006 Opinión Atenco: burla perversa

Carlos Fazio

Atenco: burla perversa

El gobernador del estado de México, Enrique Peña Nieto, insistió el 15 de junio, en Nueva York, en que la acusación sobre la violación de mujeres durante el operativo Atenco, por parte de elementos policiales, es una "táctica" de grupos radicales cuyo objetivo es "la fabricación de culpables" (David Brooks, La Jornada, 16/6/06). Peña siguió el mismo libreto utilizado por su subordinado, el comisionado de la Agencia de Seguridad del Estado (ASE), vicealmirante Wilfrido Robledo Madrid, quien, interrogado acerca de si sus policías habían violado mujeres, respondió: "No, no (...) Los policías no son tontos. Es falsa la versión de las violaciones (...) Sus abogados tienen que salir a la ofensiva (...) A veces dicen que hubo tortura. Ahora sacan lo de las violaciones. Es parte de su estrategia (...) No hubo ninguna violación" (Carlos Marín y Ciro Gómez Leyva, Milenio, 8/5/06).

Peña y Robledo no son estúpidos. Admitir que sus muchachos violaron y torturaron mujeres en el marco del operativo represivo sería ponerse una soga al cuello. Por eso, ambos usan la ley como impostura. Buscan revestir sus actos de barbarie con dispositivos seudo legales. No es novedoso que los regímenes de fuerza pongan tanto acento en la legalidad: el viejo régimen de partido de Estado y las dictaduras de Centro y Sudamérica también disfrazaban su brutalidad con una mascarada de ley. Hay una sagacidad perversa en la lógica del orden instituido que utiliza los efectos sicológicos y sociales de la impostura. La eficacia de esa impostura permite encubrir la represión de Atenco bajo un manto de seudo legalidad. Fachada jurídica que no sería necesaria si no buscara otra eficacia, más allá de la que puede lograr la violencia brutal y desnuda. El pasaje de la brutalidad a la legalidad busca la apropiación de instancias interiores de control y vigilancia.

En ese contexto, la tortura es un instrumento político de la dominación violenta ejercida a través del Estado. La causa del mal es de origen humano, intencional y calculado. Su eficacia es más importante que el horror que produce. Basados en esa rentabilidad, quienes la aplican -verbigracia el vicealmirante Robledo- reducen al ridículo nuestras posiciones éticas, profesionales o militantes. Los sistemas que promueven la tortura lo hacen con lúcida conciencia. Como estrategia de poder. Como engranaje o eslabón imprescindible de un sistema de gobierno. Hay que desterrar la idea común de que la tortura es expresión de un arcaísmo bárbaro. Al contrario, es una práctica rutinaria del sistema; quizá una de las condiciones de su funcionamiento. En ese marco, la tortura sexual es un acto sádico motivado por una situación de naturaleza política, que tiene como fin agredir y causar daño físico y sicológico en la víctima, para castigar determinadas conductas, reales o supuestas. Como forma agresiva, deshumanizada y sádica, la tortura sexual busca humillar, degradar, perturbar la sexualidad del hombre o mujer privado de su libertad y sometido a una condición extrema de pasividad e inermidad. El objetivo es la destrucción de su identidad como persona. Y, también, generar un miedo aterrorizante en la población.

El uso de la tortura es una actividad clandestina de la acción policial o militar. Es decir, del Estado. Dado que es necesario ocultar ese procedimiento, la tortura es aplicada por una minoría especializada del aparato represivo. Como es una acción ilegal, la tortura está tipificada como delito. Y debido a su ilegalidad, no puede contar con infraestructura estable y ostensible ni dejar huellas en el detenido que puedan ser detectadas por un médico forense eventualmente designado por un juez para la revisión sicofísica del prisionero. Por eso se les negó asistencia médica a las detenidas de Atenco, para que con el paso de los días se desvanecieran las huellas visibles de las agresiones físicas y sexuales.

Los testimonios dados a conocer por organismos de derechos humanos dieron cuenta, no de un caso aislado, sino de una "estrategia de agresión sexual". Entre los captores-violadores de Atenco hubo un mismo patrón de conducta sádica y lasciva. Si en México se aplicara la justicia podría acreditarse que se trató de una violación generalizada o sistemática, intencional. Esto, a su vez, permitiría establecer la responsabilidad criminal no sólo de los elementos policiales que materializaron el hecho, sino también la de los mandos que ordenaron a sus subordinados proceder así. Es decir, se podría fincar responsabilidad a quienes ocupan los niveles altos y medios de la cadena de mando, y participaron por acción u omisión en los acontecimientos.

Los policías destituidos, suspendidos y consignados por "abuso de autoridad" y por "tolerar la violencia" de sus compañeros contra los prisioneros/as de Atenco son chivos expiatorios. Las seudo investigaciones de la Procuraduría General de Justicia del Estado de México son una burla macabra que desnuda la genial impostura del gobernador Peña y su sabueso Robledo y exhibe la red de complicidades enquistada en las estructuras del gobierno mexiquense.

Si en México existiera estado de derecho, ambos, junto al procurador Abel Villicaña y el secretario de Seguridad Pública federal, Eduardo Medina Mora, deberían ser investigados. Los primeros por ordenar y ejecutar el operativo escarmiento. Villicaña y Medina Mora por ser los superiores jerárquicos de los encargados de desplegar el uso excesivo de la fuerza pública en Texcoco y Atenco.

Medina Mora es el primero en la cadena de mando de la Policía Federal Preventiva, cuyo comisionado, general Alejandro Martínez Aduna, es el superior inmediato del general Ardelio Vargas Fosado, quien coordinó con Wilfrido Robledo la toma de Atenco. Todos son responsables y no deben quedar impunes.

 
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