Usted está aquí: jueves 22 de junio de 2006 Cultura La tregua

Olga Harmony

La tregua

Mario Benedetti es uno de esos autores imprescindibles que las nuevas generaciones quizás conozcan menos que las anteriores, que memorizaban sus poemas de amor y de lucha y que asistían a las peñas de los años 70 -ya desaparecidas, pero que las emigraciones por las dictaduras de Sudamérica nos dieron como un regalo a la izquierda mexicana que se volvió latinoamericana- para entonar y/o escuchar sus Versos para ser cantados. Todos leímos con avidez (y ojalá los jóvenes de ahora lo hagan, porque no está por demás en estos tiempos recordar algo como ''Nosotras las viejitas democráticas'' ante el peligro de que la derecha yunquista e hipócrita pudiera volver a gobernar este país) porque el autor uruguayo habla de y para la gente de a pie, en que todos podemos reconocernos con nuestros pequeños problemas, nuestras esperanzas y nuestros sinsabores. Es muy bueno, por todo ello, que se escenifique una adaptación -debida a Carlos Otero y Felio Eliel- de La tregua, esa pequeña novela elaborada a base de datos del diario de Martín Santomé que aquí se vuelven recuerdos, a veces monólogo al público, a veces acciones escénicas.

Novela y escenificación son tristes con vocación a la alegría, como se define a sí mismo Santomé en un pasaje. Tratan de una historia de amor entre dos seres en apariencia insignificantes, atrapados en la rutina de ese microcosmos que puede ser una oficina de comercio y con edades dispares. El es un hombre cincuentón, conservador -como lo demuestra su rechazo al arte abstracto y, más aún, al hijo homosexual- que aspira a la jubilación para dedicarse a hacer lo que quiere, sin que esto se especifique, quizás escribir con la agudeza y buena pluma de su diario. Laura Avellaneda es joven, cuidadosa de esa virginidad que entrega por amor, con atisbos de feminismo y de rebeldía ante las costumbres. Todo esto puede parecer absurdo ahora, pero en los años 50 y del inicio de la revuelta época de los 60 no lo era, como no lo era que hijos ya mayores y con empleo vivieran con los padres, o que un hombre de 50 años se pensara viejo, obsesionado por la diferencia de edades con la amada, aunque aun muchos se puedan reconocer en dudas y pudores y, sobre todo, en la necesidad de echar cuentas para cualquier empresa amorosa. La adaptación es buena y rescata de la novela lo esencial, con las gracejadas e ingeniosidades del original amplificadas por ese resonador que es un escenario, y que devienen en una desgracia que oscurece aún más el oscuro destino del protagonista, tras la tregua que fue su historia de amor.

La Coordinación Nacional de Teatro del INBA y la productora Teatro Horizontal presentan este montaje dirigido por Germán Castillo, quien hace hincapié en la memoria y los recuerdos amorosos, que en el original se dan por partida doble, los ya borrosos de Isabel, la esposa muerta y los más nuevos de Avellaneda, que es punto de partida de la escenificación. En una escenografía -del propio director que lo es asimismo de la iluminación- consistente en dos arcos paralelos enmarcados por un rígido rectángulo, en cuya base se sientan en alguna escena los protagonistas y con dos únicas sillas, Castillo mueve a sus dos actores -con vestuario de Cristina Sauza- poniendo énfasis en el distanciamiento de la memoria, entre quien recuerda y la recordada. Para ello hace que dialoguen de espaldas, sin mirarse, dirigiéndose a espacios vacíos. El momento en que se tocan y se miran por primera vez es el momento de la entrega amorosa, como si ese recuerdo y la vida misma por un instante se volvieran uno, gracias a la intensidad que queda en la memoria del desdichado burócrata, ya sin más destino que el ocio constante de la jubilación.

Germán Castillo logra una más de sus excelentes direcciones, muy poco convencional, que rebasa una pequeña historia de dos personajes simples, aunque conmovedores, al presentar a la memoria como tema principal de la escenificación. Además, dentro de este trazo logra que sus dos actores ofrezcan trabajos que se afincan en las emociones y en la expresión tanto facial como corporal, lo que no es muy fácil dentro de la estilización que se plantea. Felio Eliel encarna un excelente Martín Santomé, con todos sus matices, desde la timidez, la ternura y alegría, hasta el dolor. Georgina Rábago es una encantadora Laura Avellaneda, con sus mohínes plenos de coquetería y sus elocuentes arrebatos feministas. La escenificación se complementa con el diseño sonoro de Rodrigo Castillo.

 
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