Usted está aquí: lunes 26 de junio de 2006 Opinión Recta final

León Bendesky

Recta final

El periodo electoral que está a punto de culminar ha exhibido una condición que sigue marcando a la sociedad mexicana: la fragilidad de las instituciones. Este rasgo, además de muy oneroso, es una fuerte restricción para establecer un entorno que se aproxime cada vez más un sistema democrático.

Este largo tiempo de las campañas políticas ha puesto en claro que organizar las elecciones, recibir los votos y contarlos es sólo un componente -y no de carácter menor considerando la historia política del país- para crear un sistema más abierto de participación y competencia.

El caso del Instituto Federal Electoral (IFE) ha sido emblemático en esa transformación, pero las evidencias muestran que en esta sociedad sigue habiendo enormes resistencias para el cambio y, sobre todo, para el fortalecimiento de las instituciones. Ha sido muy grave para el IFE haberse colocado en el espacio de sombras y dudas al que lo ha llevado su actual Consejo General y su presidente.

La sola sospecha de parcialidad del órgano responsable de conducir el proceso de la elección, incluyendo aspectos de regulación de las campañas políticas, es un aspecto sensible de la debilidad de las instituciones. Afecta y evidencia la manera en que se conforma y se establece su dirección y liderazgo, cómo se administra y, también, la representatividad que tienen dentro la sociedad y, todo ello, de modo que se avance en su verdadera solvencia y estatuto de independencia.

En este sentido, el actual IFE está muy disminuido respecto de sus antecesores. Tan es así que hasta entre los consejeros y el señor Ugalde, quien lo preside, se advierten diferencias que giran en torno a lo que se advierte, también afuera, como un sesgo a favor de uno de los candidatos.

Luego de esta elección es necesario revisar la forma en que se integra el IFE en su dirección, cómo funciona y se administra, cuánto cuesta y redimensionarlo en función de las necesidades políticas y electorales del país. Eso involucra cuestiones de índole interna, pues este sistema es demasiado caro, y externa, como es el reordenamiento de los calendarios de las elecciones en todo el país, hasta llegar a una forma eficaz con una entidad de funcionamiento periódico que organice las elecciones.

La organización de la democracia tiene que ser eficaz en términos de sus costos y beneficios y eso, a su vez, contribuye al fortalecimiento institucional. Las instituciones públicas, en este caso las de carácter ciudadano, no deben ser cotos de privilegios.

Otra expresión de la debilidad institucional expuesta en esta campaña es la enorme discrecionalidad con la que operan las instancias gubernamentales que administran los presupuestos públicos. Esa condición, aunada a la carencia de métodos eficaces para que los responsables rindan cuentas de sus actos, es uno de los elementos que favorece el tráfico de influencias y la falta de transparencia.

Los casos que se han hecho públicos en el seno del gobierno federal, y también de los gobiernos estatales, contradicen las declaraciones sobre la gestión abierta de los fondos públicos. Las resistencias políticas y económicas para reducir y eliminar el difuso orden legal prevaleciente deriva de los grandes beneficios que se obtienen en el terreno público y privado. En este caso el PAN no parece haber sido diferente a sus contrincantes de otros partidos políticos, sino un participante aventajado.

Y no menos llamativo en el campo de la institucionalidad ha sido el hecho de que, igualmente, en plena campaña electoral se haya legislado sobre el sector de las telecomunicaciones, que en los rubros de la televisión y la radio son de los mayores beneficiarios del enorme y absurdo gasto de propaganda de los partidos políticos, autorizado por el Congreso.

La popularmente llamada ley Televisa otorga grandes beneficios a los actuales operadores del espectro radioeléctrico, incluida la empresa telefónica, y tiende así a concentrar aún más el poder de las empresas en el mercado. Con ello se violenta, otra vez, uno de los objetivos de la política económica, que es fomentar la competencia, e incluso se castiga a las emisoras públicas.

Pero desde el punto de vista de la debilidad institucional destaca que un grupo de legisladores haya cuestionado la inconstitucionalidad de la ley e interpuesto recursos de invalidez ante la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Eso no puede favorecer el entorno de legalidad que tanto exige el sector empresarial del país y cuya ausencia afecta negativamente a los ciudadanos. Además, pone en jaque a la misma Presidencia que reconoce, sin pudor alguno, no haber leído la ley ni advertido las recomendaciones de la Comisión Federal de Competencia ni de su propio secretario de Comunicaciones. La frágil institucionalidad de los poderes públicos hace que el presidente Fox no crea siquiera necesario dar una explicación pública acerca de su posición con respecto a un asunto de tal importancia.

El 3 de julio habrá un presidente electo y entre las tareas de un nuevo gobierno deberá estar el inicio de un proceso efectivo de renovación institucional, que no está disociado de los grandes problemas del crecimiento, el empleo, la pobreza y la desigualdad que están en la lista de las prioridades nacionales.

 
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