Usted está aquí: sábado 1 de julio de 2006 Opinión 2 de julio: historia mínima

Ilán Semo

2 de julio: historia mínima

Escribir la historia de un día que aún no ha acontecido supone un ejercicio de paradojas insalvables. Historiar significa, en principio, proponer una relación sobre el pasado, no promover una visión del futuro. R. Koselleck quiso mostrar o demostrar que esta convicción es ingenua: nuestras visiones del pasado no son más que una extensión de las ilusiones sobre el futuro. Tal vez la única manera sensata de escribir una historia sea ésta: no saber cómo ni en qué termina.

El domingo 2 de julio tiene ya un pasado. Falta el último capítulo: el desenlace. Ese fin es tan secreto e impredecible como el voto que habrán de depositar millones de ciudadanos. El hecho más cuantioso y fundamental es que el país llega a esta fecha en un clima de relativa tranquilidad, en un ánimo de ejercer su derecho a elegir libremente al próximo presidente, convencido de algo que es uno de los pocos logros de la historia moderna de México: hoy el voto cuenta. Se dice fácil, pero se trata de una de las refutaciones más evidentes de esa visión que atribuye a la historia algún destino manifiesto. En nuestro caso, el destino de una sociedad que parecía condenada a ser objeto de poderes que ejercieron su dominio sobre la ciudadanía como si fuera un dato que podía moldearse dócil o represivamente. Atrás quedan décadas de esa autoritaria certidumbre que hacía de la sucesión presidencial -el momento más arduo de la política mexicana- un hecho "cocinado", fabricado en las alturas de unos cuantos centros de decisión. Las intensas campañas electorales de los meses recientes, cargadas con los inevitables excesos que implican las prácticas contemporáneas de la política mediática (y, valga decir, sólo estamos en el comienzo, las campañas futuras serán más agresivas y beligerantes), muestran ya la otra (y valiosa) cara del pluralismo: gradualmente hemos aprendido a vivir y convivir en la incertidumbre; el sentimiento de indefinición no supone el de indefensión o catástrofe.

La historia del próximo 2 de julio se remonta al año de 1988 o tal vez antes. Todavía están frescas las imágenes de Cuahtémoc Cárdenas Solórzano, Manuel Clouthier y Rosario Ibarra de Piedra cuando acudieron a la Secretaría de Gobernación para impedir lo inevitable: el fraude electoral. El violento ascenso de Carlos Salinas de Gortari a la Presidencia pospuso el proceso de democratización durante una década.

Los años 90 fueron el escenario de la emergencia de dos fuerzas políticas que se revelaron como los puntales del cambio. Después del desmantelamiento de la corriente encabezada por Clouthier, el Partido de Acción Nacional (PAN) optó por la vía de las reformas pactadas con la tecnocracia para asegurar una transición que asegurara la continuidad de la política económica que se inicia en los últimos años del sexenio de Miguel de la Madrid. El Partido de la Revolución Democrática ((PRD), que nació como una compleja amalgama entre una multitud de corrientes de izquierda y los sobrevivientes del nacionalismo revolucionario, se transformó en una visible opción política, aunque todavía no en una alternativa que podía ejercer el poder nacional. El año 2000, su candidato a la Presidencia, Cuauhtémoc Cárdenas, sólo obtuvo 17 por ciento de la votación total. No era una fuerza marginal, pero su visión sólo era eficaz en los márgenes de la sociedad.

Hay que reconocerlo: el triunfo del PAN trajo consigo una nueva era. Durante sus seis años de gestión, cohabitaron en sus filas dos corrientes visiblemente opuestas que nunca pudieron llegar a un acuerdo: un centro-derecha, animado por la idea de la política del consenso, y una ultraderecha, movida por el espíritu de choque y ruptura, que terminó por derrotar a la primera. Si quiere convertirse en un partido arraigado en la sociedad, el PAN tiene ante si un largo trecho por recorrer. Su principal dilema: su ostracisimo, su renuncia a construir una identidad con una ciudadanía de la cual sólo logra hablar en tercera persona.

La metamorfosis del PRD es el otro dato esencial del sexenio. De ser una fuerza ostensiblemente minoritaria, se ha transformado en el principal contendiente a la Presidencia. La eficacia política que trajo consigo el experimento del Gobierno del Distrito Federal cambió radicalmente su demografía política, su disciplina interna y su discurso. Ha reconocido la realidad de la globalización, los límites que la economía impone sobre la política, la caducidad del nacionalismo revolucionario. Se ha desecho de las trabas que en los años 90 le impidieron abandonar las trincheras de su automarginación. La pregunta es si representa a una fuerza que es capaz de conciliar y, simultáneamente, no renunciar a su nueva identidad forjada en estos seis años. Veremos.

En rigor, todo depende del desenlace. Sólo una elección aceptada por todos los contendientes garantizará que las dos fuerzas que lograron terminar con el imperio del PRI determinen el panorama político de los próximos años.

 
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