Usted está aquí: domingo 2 de julio de 2006 Opinión La condesa blanca

Carlos Bonfil

La condesa blanca

Shanghai 1936, vísperas de la invasión japonesa. En este contexto histórico se desarrolla la abigarrada trama de La condesa blanca (The white countess), la cinta más reciente de James Ivory e Ismael Merchant.

En obediencia a una fórmula a menudo exitosa de recreación de época-elegancia y precisión en la ambientación, adaptación de obras literarias (E.M. Forster, Henry James, Kazuo Ishiguro), buen reparto y fotografía a menudo impecable, la nueva cinta de Ivory propone una historia sentimental en una atmósfera de tensión social extrema. Esta fórmula remite naturalmente a un clásico del cine hollywoodense, Casablanca, de Michael Curtiz, donde el propietario de un bar (Humphrey Bogart) se enamora de una joven (Ingrid Bergman), en un relato saturado de intrigas políticas y amenazas fascistas.

La condesa blanca es el nombre de un cabaret, cuyo propietario es el diplomático estadunidense exiliado, Todd Jackson (Ralph Fiennes), quien ha perdido la vista y también a su hija en un atentado. Asistimos paralelamente a la precaria suerte de una familia aristocrática rusa, los Belinskaya -quienes apenas sobreviven con lo que gana la joven condesa Sofía (Natasha Richardson) como prostituta de lujo-, y al encuentro sentimental del invidente Todd y la muy desamparada Sofía, madre de una niña, Katia, transfiguración para Todd de su hija fallecida. El relato es del novelista de origen japonés Kazuo Ishiguro (Un artista del mundo flotante, Los inconsolables), quien antes había adaptado para James Ivory su novela Lo que queda del día (The remains of the day), con un resultado notable. La condesa blanca adolece de un ritmo narrativo muy disparejo. A las escenas climáticas que yuxtaponen la invasión japonesa y el drama de la familia rusa en camino a un nuevo exilio, o el naufragio existencial del propio Todd y una Sofía cada vez más frágil, las preceden secuencias tediosas que describen la actividad del cabaret, las manipulaciones de un personaje japonés, Matsuda, (Hiroyuki Samada), quien embauca al ex diplomático, hoy empresario, en intrigas rocambolescas, y las rivalidades en el seno de los Belinskaya, con su tufo moralista y sus lánguidos desplantes de realeza venida a menos, con los talentos de Lynn y Vanessa Redgrave desperdiciados. Con personajes secundarios muy desdibujados, no es sorprendente que muchas situaciones parezcan inverosímiles.

El escaso valor de la cinta reposa casi por completo en las prestaciones de Ralph Fiennes, quien muestra mayor astucia para manejar su condición de invidente en un medio hostil, que en reconocer los abusos de quienes desean utilizar su bar como centro de manejos políticos, y de Natasha Richardson, imagen muy certera de la vulnerabilidad afectiva. Los números musicales en el cabaret son poco atractivos y a menudo francamente risibles. De existir alguna intención paródica en ellos, ésta se derrumba con la solemnidad de otras tomas, muy recurrentes, de parejas bailando en cámara lenta, o de algunos flash backs tan obvios como previsibles, a cargo, sorprendentemente, de la cámara de Christopher Doyle (el fotógrafo de Deseando amar/In the mood for love), quien, lejos aquí de Wong Kar Wai, parece poco inspirado.

Luego de dos horas de narración lánguida y de tomas relamidas, de entrecruces desdramatizados entre personajes que supuestamente viven situaciones límite, el interés de la cinta se concentra en la última media hora, donde se combina, sin sorpresas, el melodrama pasional y la semblanza histórica.

Un trabajo de perfil muy bajo de un director que antes supo cautivar con adaptaciones notables, como Maurice. Un romance indiscreto (A room with a view) y El final del juego (Howard's end), cintas de las cuales La condesa blanca es sólo un pálido reflejo.

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