Usted está aquí: miércoles 5 de julio de 2006 Opinión Me duele mi país

Aline Pettersson

Me duele mi país

Me duele mi país. Me duele hasta las raíces más profundas que me habitan. Me duele verlo dividido entre pasiones muy oscuras. Y así, advertir con impotencia los bordes de un futuro acaso incierto. Me duele ver el ansia de sus ciudadanos respondiendo al llamado de las urnas de una manera nutrida, pacífica, desde un tiempo largo y turbio de ignorancia.

La ignorancia -esta lacra secular nuestra- la tomo aquí de dos maneras. Una, desde luego, la deficiente o nula escolaridad de una porción amplia de la población. La otra, una forma de dejar de ver, de ignorar, de hacer de lado, los elementos de realidad para dejarse sorprender por una sensación de apremio ante la "amenaza" tan prolijamente difundida.

Me duele haber visto a la gente tan crispada bajo razones, las más veces mentirosas, que fueron torciendo voluntades. Me duelen los embates de una guerra sucia que obnubiló el pensamiento hasta los bordes de la estulticia.

Me duele la defensa a las prebendas de unos cuantos, que se unieron temerosos de perder sus privilegios adquiridos en una inequidad flagrante. Quizá, de otro modo, ya no se habrían multiplicado estas prebendas tan impunemente como antes. Y sólo la perversidad de los mensajes, tan machaconamente repetidos, los llevaron a creer patrañas tales como que perderían su patrimonio. Para bien o, diré mejor, para mal, el país está acotado por las leyes de su tiempo. El reino absoluto del Rey Sol hace siglos ha sido rebasado y Stalin, por ejemplo, murió ya hace más de medio siglo. Hoy imperan leyes que no reconocen fronteras nacionales, pero que es imposible dejar de lado.

Me duele el engaño a una mayoría hambrienta que no sólo es manipulada por el gobierno, sino que asimismo lo es por los sermones parroquiales. Los orígenes humildes del cristianismo hace mucho que son letra muerta, porque el clero dominante tampoco está dispuesto a privarse de sus condiciones ventajosas. Sé, sin duda, también de la existencia de otro que sigue aquellos antiguos preceptos.

¿Qué ofrece esta lucha desigual, donde el más pobre recibirá la displicente limosna de los ricos? El altruismo se vuelve un vocablo equívoco, apoyado en la ignorancia cultivada durante muchas generaciones: "Hijo mío, el premio a tu sumisión lo hallarás en el otro mundo". ¿Y qué hay para éste? ¡No hay nada! Porque los empresarios -tan activamente presentes- buscarán que todo siga igual para ellos. Si acaso, una limosna dirigida a cerrarles los ojos, cerrarlos a la obviedad de la injusticia. Y la clase media -igual de ignorante que la inmensa mayoría- se desbordó enviando y atendiendo mensajes abusivamente mentirosos. Primó el miedo que se esparció como reguero de pólvora.

Me duele mi país en su ignorancia atizada por la moral doble de aquellos que defienden este estado de cosas. Los bienes de la nación deben ser para la "gente decente". Y admiro su eficacia, la eficacia que los vuelve ejército de leones persignados por los mandatos civiles y por el fanatismo que el escaso saber, o querer saber, propicia. ¿Qué gana la inmensa mayoría de pobres? Nada. No gana nada. Si acaso, el emigrar hacia un país con una frontera armada.

El campo no es negocio redituable. Por tanto, que se mueran los que no han comido bien, pero que han sido muy bien nutridos por palabras huecas que aterrorizan buscando paliar -en el discurso- sus carencias. Finalmente, si la fruta o la hortaliza es extranjera, nosotros, "la gente decente", no nos privaremos de éstas. Los demás, que se rasquen con sus uñas.

Y es que la educación tan defectuosa que ahora -más que nunca- va a estar dispuesta a ejercer una selección natural -no inoperante- que a ésta tendieron los mensajes, y que orilló a permanecer en el camino que hace alarde de una sana macroeconomía, sin tener en cuenta el bienestar de esa enorme cantidad de gente sin futuro.

Pero el poder de la palabra mendaz ha probado sus bondades, mientras aquella clase de muy pequeños burgueses -miopes e ignorantes- luchó con pies y manos para que nada pudiera ser modificado. Un gatopardismo inmundo. La gente, ayuna de protección social, se dejó seducir -en su ignorancia- por el canto de unas sirenas que no lo hacían para ella.

Me duele la ignorancia de la gente de mi país que no mira hacia adelante. ¿Y cómo puede hacerlo en este estado de cosas? El espejismo del país del norte llama a muchos desarrapados con un llamado engañoso a resolver lo que el gobierno dejó al margen. Y esto, a sabiendas del trato lamentable del que son objeto los audaces que deciden arriesgar la vida cuando en su patria han sido abandonados.

Me duele el alarde de democracia que alaba la asistencia a las urnas. Y así sería, si las condiciones no estuvieran manchadas por la serie de amenazas que las enturbió de forma dolosa.

Me duele el alborozo de las mujeres de derecha, que celebran el resultado de estas elecciones. Porque, tanto las mujeres como los homosexuales, como quienes buscan en la educación y la cultura una puerta que permita el libre acceso a este tiempo nuestro, han sido derrotados. ¿Cómo -me pregunto- se alegran de ser ordenados a la obediencia infame que dictan los prejuicios? Y de inmediato me respondo: por ignorancia.

Me duelen las leyes del mercado, que han probado su inefectividad para la mayoría que no goza de los derechos plenos con los que se buscaría el acceso, si el bienestar del país, pero más aún el de sus habitantes, fuera tomado en cuenta.

Pero hoy y mañana el apoyo a la ignorancia continuará su camino en este estado de cosas. ¿Para qué el civismo, la geografía, la historia antigua? ¿Para qué, si se ha acordado, y con esta votación controvertida se apuntala, que es irrelevante para los dueños del capital y para los omisos?

Y en esta ignorancia funesta que nos bordea, surge, crece y prolifera la corrupción, que es otra grave lacra de este pueblo, que pareciera que sólo así subsiste. Unos cuantos, en la abundancia más inicua, el resto, amplio y descartado desde la cuna, es conducido borreguilmente a obedecer las palabras de la "gente de razón".

Me duele la democracia, acotada por las amenazas y la superioridad de los que dominan con su verbo tramposo.

Me duele mi pobre país. Y me duele verme en esta indefensión.

 
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