Usted está aquí: jueves 6 de julio de 2006 Opinión La dama del mar

Olga Harmony

La dama del mar

Despojar escénicamente de su época a las mujeres de Ibsen es un riesgo que no siempre se corre con buena fortuna. La dama del mar en su momento creó un gran disenso entre el incipiente feminismo y los sectores más reaccionarios de la sociedad noruega, ya que no sólo Ellida Wanger propone un matrimonio en libertad, para poder elegir entre su familia y el anhelado marinero que regresa por ella, sino que la escena entre Bolette y Hans Lyngstrand -en que ella niega que la mujer sea solamente musa del artista sin aspiraciones propias- carece de la fuerza que pudo tener en su época. El matrimonio entre iguales que se resuelve con la libertad que es devuelta a Ellida y las aspiraciones de saber cosas que tiene Bolette son rasgos de una modernidad que creó mucho revuelo en 1889, pero que a nosotros se nos antoja agua pasada, sobre todo tratándose de la familia de un médico que requirió un preceptor para sus hijas en lugar de enviarlas a la escuela como se haría actualmente e incluso el aislamiento que aqueja a la joven en plena época de Internet resulta igualmente inverosímil. Pensar que con un vestuario -de Edyta Rzewska- más cercano a nuestro momento que al de Ibsen, a pesar de su pretendida falta de temporalidad y con una escueta escenografía -del artista plástico José Antonio Hernández Amezcua- se logra una actualización, es sacar de su marco ideológico el texto para convertirlo en un simple drama conyugal.

Es evidente que el grupo Producciones Parafernalia puso gran cuidado en este montaje. Consiguió importantes apoyos para su producción, tradujo -Juan Gutiérrez Maupomé con asesoría de Christina Bonichsen- el texto por no estar de acuerdo con las traducciones existentes, encargó música original al noruego Kuno Kjaerbye -que es interpretada en vivo por un trío noruego que se alterna con uno mexicano-, logró que la poetisa noruega Cecile Loveid enviara la letra para las canciones que interpreta una soprano noruega que alterna con una mexicana y encargó la escenografía al conocido pintor e instalacionista José Antonio Hernández Amezcua, amén de contar en su elenco a actores de reconocido prestigio, junto a otros menos conocidos. Y sin embargo, y a pesar de dar a conocer la obra íntegra, sin cortes ni adaptaciones, la escenificación resulta poco convincente.

Desde luego, se trata de una obra realista a pesar del simbolismo del mar como anhelo de libertad de la pre-sartriana Ellida, lo que no se traduce escénicamente. En muchas ocasiones, los artistas plásticos han sido buenos escenógrafos y en otras su trabajo es poco eficaz desde el punto de vista del escenario, pero siempre dan un bello realce a lo que se presenta. En esta ocasión, la casi instalación diseñada por Hernández Amezcua contamina los espacios pedidos por el autor, al extremo que el dentro y el afuera se confunden constantemente. Bien que no se quiera jugar con el realismo, pero por lo menos debiera haber una belleza formal de la que se carece. También las apariciones en pleno escenario de la soprano son una especie de ruptura poco adecuada al texto, así como los poco imaginativos cambios de trastos -en algún momento se traslada a los músicos con todo y atriles a otro espacio, para dejar la tarima elevada en que han permanecido, como sustituto de la colina- no logran dar ningún ambiente. Las entradas y salidas de los actores, por diversos lados, no consiguen, tampoco, crear una topografía legible al desarrollo de lo que vemos en el trazo poco limpio del director.

Por otra parte, Ignacio Ferreyra deja que sus actores compongan sus personajes como mejor puedan, cada uno en una tesitura diferente. La buena actriz que es Monserrat Ontiveros aquí está hierática casi todo el tiempo, de manera muy poco normal, a excepción del momento de la duda en que sobreactúa su incertidumbre. José Carlos Rodríguez y Luis Miguel Lombana de quienes también hemos conocido muy buenas actuaciones, planos más que discretos. Miguel Cooper convierte al tísico escultor Hans Longstrand en un deficiente mental, muy diferente a lo que propone Ibsen. Juan Carlos Remolina, sobrio en su pequeño papel del extraño y Rubén Cristiany apenas cumplido como Ballested. Milleth González es una creíble Bolette y Marianela Cataño graciosa como esa Hilde que después, como es sabido, reaparecerá en El constructor Solness. No tengo mayores datos como director acerca de Ignacio Ferreyra, a quien he conocido como actor, pero es evidente que la empresa le quedó grande.

 
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