Usted está aquí: domingo 9 de julio de 2006 Opinión El silencio de Lunas

Bárbara Jacobs

El silencio de Lunas

"Si no hablo, jóvenes míos, es porque no quiero alertarlos ni antes de tiempo ni más de la cuenta. O no más de la cuenta antes de tiempo, mejor dicho, como dicen", pronunció una tarde Lunas, más sombrío que de costumbre, más sombrío que la hora, el crepúsculo del final del día, un viernes, para colmo; diciembre, para colmo de colmos.

"Hay tantas observaciones que transmitirles que simplemente reconocerlo me agobia", nos dijo al mismo tiempo que extraía del maletín del que parecía no acabar de desprenderse nunca un estuche de cuero gastado, suficientemente amplio para contener unos seis pares de anteojos, pero cuyo abultamiento, según pudimos constatar, se debía a muchos más pares no de anteojos sino de llaveros de diferentes formas, épocas y tamaños, todas, eso sí, de metales, brillantes o no, y algunas tan herrumbrosas que despedían el olor característico del hierro viejo; sin duda, en el fondo del estuche habría polvo rojizo de este desecho de vejestorios probablemente inútiles, o utilizables, pero en cerrojos y candados que habían dejado de existir.

"¿Ven esto, damas y caballeros?", nos preguntó nuestro profesor a la vez que nos mostraba los conjuntos de llaveros que ciertamente veíamos, de hecho con tal nitidez que, gracias al fenómeno de la asociación de ideas, que a partir de un estímulo cualquiera es capaz de conectar entre sí los cinco sentidos y provocar, por desgracia no muchos, cataclismos en la memoria y la sensibilidad de la naturaleza del que experimentó Proust que lo provocó a escribir siete volúmenes En busca del tiempo perdido, incluso podíamos percibir con el olfato y casi con el gusto el orín que cubre el hierro.

"¿Ven esto?", repitió para añadir, "Pues pesa", y dar fin con una risita atormentada a los preliminares de lo que aquella tarde otoñal quiso comunicarnos a sus perplejos alumnos de preparatoria en una de las más enigmáticas clases de literatura que Lunas nos habría de dar.

"A lo largo de mi vida he cargado con este peso, queridos, en mis caminatas y demás andanzas y, lo peor, en mi conciencia. Y la responsabilidad, esa arma de dos filos con que la vida en sociedad nos da la bienvenida a la madurez, me ha cegado al punto de ni siquiera advertir que, de las treintaitantas llaves que cargo ¡apenas necesito un par!", exclamó, acompañando su conclusión con una nueva risa, más prolongada que la anterior y por supuesto más atormentada.

El metafórico preámbulo del peso inservible con que Lunas cargaba anunció un tema, por aprovechable, quizá más pesado todavía, como es el del cuidado de una edición, en el que en sus clases de literatura no había profundizado específicamente hasta aquella tarde. Lunas había insistido por ejemplo en que una mala traducción podía impedir para siempre el conocimiento y el disfrute de un autor por parte del mejor dispuesto de los lectores. "Una mala traducción es una mala consejera", llegó a apuntar Lunas a lo largo del pizarrón con letra firme; "una mala traducción es veneno para el entendimiento y el placer".

Sin embargo, ¿en qué podía ser tan significativo el cuidado de una edición que hubiera llevado a Lunas a considerarlo de especial responsabilidad? En todo caso, ¿por qué le pesó durante años no habérnoslo formulado y expuesto hasta el final del curso? Es cierto que si en aquellos años nos importaba poco leer y sabíamos menos que poco de traducciones, buenas o malas, ignorábamos todo del asunto de las ediciones, y mucho más que todo de la responsabilidad que implicaba el cuidado de la edición.

A pesar de que buena parte de sus alumnos, por respeto a él, por lo menos respetábamos sus principios, en particular los que nos constaba que atesoraba respecto a la lectura, y alguno entre nosotros llegó a convertirse en traductor en Naciones Unidas, o en librero, de la Madero, por ejemplo, no faltaron los que, burlándose de Lunas y sus preceptos, optaron por proclamarse contra la lectura y enorgullecerse de no leer, de ser Antilectores por excelencia.

Pero comoquiera que sea nuestro maestro logró infundirnos a todos tal culto a las ediciones bien cuidadas que ninguno de sus alumnos se atrevió a acoger el oficio de editor.

Muy bien. Mas si de acuerdo con Lunas el cuidado de la edición, como las buenas traducciones, son llaves tan eficaces que no sólo aguzan la mente hacia la lectura deleitante sino incluso hacia el deseo de vivir, ¿por qué se le herrumbraron a él? ¿Qué ocasionó que llenaran de orín sus últimos días?

 
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