Usted está aquí: domingo 30 de julio de 2006 Opinión Desigualdad: ¿primera llamada?

Rolando Cordera Campos

Desigualdad: ¿primera llamada?

La marcha de hoy seguramente confirmará la magnitud del agravio que muchos mexicanos sienten ante la manera como se condujo y llevó a las mareas altas la elección presidencial. Serán las capacidades persuasivas del dirigente o la aparición entre nosotros de nuevas sensibilidades sociales, alojadas en los bajos fondos de la pirámide distributiva, o también el abuso y prepotencia de unas cúpulas de la riqueza y el poder que no han sabido ser elites en una sociedad que muta con celeridad, pero sin rumbo claro. El hecho es que de la desigualdad que registraban las estadísticas de las cuentas nacionales o de la Encuesta Nacional de Ingresos y Gastos de los Hogares (ENIGH), irrumpió una nueva faz del México finisecular que se democratizaba con celeridad y además buscaba globalizarse cuanto antes.

Es este cambio de cara y piel, resumido en la desigualdad mexicana del nuevo siglo, el que constituye la lección mayor de la elección del 2006. Y por más que les pese a los bien pensantes reconvertidos, esta lección se la debe México a la coalición encabezada por Andrés Manuel López Obrador, que propuso que "por el bien de todos" primero deberían estar los pobres.

Aspera e intempestiva, impertinente para algunos, la consigna nos remite a la llaga mayor del México moderno, que es la desigualdad. En su mensaje, López Obrador osó proponer una ruta nacional de cooperación y solidaridad más que una de polarización y eso sí que no podía admitirse. Así, la polarización política pronto fue planteada como la respuesta más eficaz que podía imaginar una derecha reacia hasta lo grotesco a pensar en el conjunto nacional y sus contradicciones más flagrantes, y el país entró en un laberinto corrosivo de pesadillas clasistas, que en no pocas ocasiones se manifiestan como reacciones racistas. La disputa política y el reto de la izquierda fue reconvertido en confrontación social por la derecha. Y todo con cargo a la libertad ganada, pero a un costo creciente para una democracia que en un país como este no tiene futuro si no es plebeya.

La desigualdad ha dejado de ser el fantasma lejano alojado en las montañas y los valles del sur indio y campesino, y se ha vuelto presencia urbana y cotidiana: deja atrás los cuadros buñuelescos de Los olvidados, cubre toda el área urbana, arrincona a los adultos de la tercera edad, que avanzan en nuestra demografía sin el permiso de nadie y, sobre todo, encarna en los millones de jóvenes que se apropian de las esquinas de nuestras ciudades y responden a las encuestas sobre lo que hacen con un desolador "no hago nada", a la espera, tal vez, de lo que caiga, venga de donde venga, o de la oportunidad para irse al otro lado.

No se habla aquí de resabios o marginalidades, que reclamen asistencia o transferencia, sino de una cuestión decisiva para la evolución política de México que pone en entredicho a la propia economía globalizada, aunque su incorporación al discurso político sea considerada de mal gusto por muchos bien portados.

La desigualdad y la pobreza masiva que la acompaña no son parte del ruido populista o proclama ideológica de campaña. Es un fenómeno multivariado, pero no un accidente electoral o el producto de una mala coyuntura del ciclo económico. Marca nuestra vida diaria y corroe el diálogo comunitario. Es la principal falla geológica que mina nuestra flamante democracia y que pone en riesgo nuestro empeño por ser un país global y contemporáneo.

Reconocer que se trata de nuestra asignatura pendiente más peliaguda y urgente es tarea de todos. Desde luego lo es para la izquierda, que se funde en torno a la coalición Por el Bien de Todos. En el gobierno o la oposición, según lo decrete el tribunal electoral, tendrá que enfrentarla con políticas de Estado y solidaridad ciudadana, ponerla en el centro de la disputa por el poder y convertirla en la preocupación nacional. Se trata de una condición sin la cual no saldremos del ridículo en el que estamos, de presumir que podemos ser una sociedad habitable, por democrática y justa.

La concentración de riqueza, ingreso, accesos y privilegios que la campaña trajo a la superficie son argumentos de primera mano, recogidos por la comunidad internacional y sus agencias, en contra de tal pretensión, que por fatua y banal nos hace impresentables cuando de modernidad y desarrollo se habla.

Más allá de la elección y sus dilemas, no sólo no resueltos sino vueltos endiablado nudo ciego, debería estar la certeza de nuestra falta de sensibilidad y de comprensión de la desigualdad. Una lección que no debe esconderse más debajo de la alfombra de una estabilidad tan ilusoria como el confort de las clases medias ni soslayarse y posponerse en el terreno de las decisiones económicas y políticas que definirán el próximo gobierno y el destino del Estado en su conjunto. La lección debería volverse currículo obligatorio para construir una pedagogía cívica de la democracia. Y, al menos en el terreno de la política del poder, hay que agradecérsela a López Obrador y los suyos.

 
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