Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 30 de julio de 2006 Num: 595


Portada
Presentación
Bazar de asombros
Democracia y Legitimidad
Elecciones de Estado
MARCO ANTONIO CAMPOS
Lo que el viento a Juárez
Mentiras transparentes
FELIPE GARRIDO

Columnas:
A Lápiz
ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR

Las Rayas de la Cebra
VERÓNICA MURGUIA

Mujeres Insumisas
ANGÉLICA ABELLEYRA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

Jornada de Poesía
JUAN DOMINGO ARGÜELLES

Teatro
NOÉ MORALES MUÑOZ


Directorio
Núm. anteriores
[email protected]

 


VERÓNICA MURGUÍA

ELOGIO DE LA PRUDENCIA

La prudencia, según el diccionario de María Moliner, es la "Moderación en el comportamiento para acomodarlo a lo que es sensato, discreto o exento de peligro." El diccionario también nos informa que es la prudencia una de las virtudes cardinales. Como es una de las singularidades que más codicio –soy impulsiva y atarantada–, la celebro cuando la encuentro, y cuando hace falta lo noto inmediatamente. Últimamente, por desgracia, no he visto mucha prudencia. Ni aquí, ni en ninguna parte del mundo.

La prudencia, cree el atrabancado, es hermana de la cobardía. Pues no lo creo. La cobardía es tan visceral como la temeridad, mientras que la prudencia es una forma de la templanza en la que, idealmente, está en juego la inteligencia. Es recatada, pero no hipócrita; permite planear, considerar, observar. Nos hace dar un paso atrás al considerar el mundo antes de actuar, en lugar de meternos directamente en el corazón del borlote y ponernos en situación de que nos rompan la boca.

No digo que todas las reacciones deben estar dictadas por la cabeza, porque eso sería aburrido y tal vez imposible, pues el cerebro reptiliano, el centro mismo de nuestro sistema nervioso, dicta las respuestas defensivas; pero sí que deberíamos pensarlo un poco antes de pelearnos con nuestros amigos queridos o nuestros parientes. No escribo estas palabras desde la experiencia; apenas puedo imaginar cómo sería mi vida si yo fuese prudente.

Cuando hace ya tres años caían las primeras bombas sobre Bagdad, recorté cien cartulinas negras y les escribí la palabra paz con tinta blanca. Luego las metí en una bolsa del mercado y me fui a repartirlas por la colonia. Me dejaron pegarlas en casi todos los comercios, pero hubo uno (que parecía afín a mis propósitos propagandísticos, pues vendían ángeles, cuarzos y varitas de incienso) en el que me dijeron que no. La dependienta, una mujer de pelo rojo encendido, muy maquillada y con las uñas pintadas de morado, me miró con desagrado y me dijo:

–Nosotros no nos metemos en esas cosas, chula.

–¿Qué cosas? –pregunté, ya con los cachetes ardientes y la boca seca.

–Ésas –contestó escuetamente señalando mi bolsa de carteles con una uña que tenía una estrella de diamantina en la punta.

Le menté la madre apasionadamente y me fui. Temblorosa, me senté en la banqueta de la esquina. No hizo falta que pasara mucho rato para que me diera cuenta de que la había regado. Lo malo es que no me alcanzó la sensatez para arrepentirme, pues la mujer me había caído como limón en la retina y yo estaba convencida de mis razones. En el fondo, sé que pegar carteles era una maniobra insubstancial que me sirvió a mí para no quedarme con los brazos cruzados mientras la ansiedad me hacía polvo. Entiendo que la mujer tenía perfecto derecho a decirme que no. A mucha gente la guerra o la Mano Pachona –y lo que hay entre estas dos cosas– les valen gorro.

Desde entonces me propuse hacer acopio de prudencia, pero ha sido inútil. Sigo siendo, a mi pesar, muy atolondrada. Además, los tiempos que corren no me han ayudado. Basta sentarse frente a la televisión y ver cinco minutos del noticiero para darse cuenta de que tener la razón no es suficiente para ganar ni la más ociosa de las discusiones. Pero la pasión ciega tampoco ayuda, y algo tiene de bruto, de manipulable. Hay que ser prudentes. La templanza no conduce a la inmovilidad, al contrario.

Pienso en los refusniks, los cientos de soldados israelíes –la mayoría están en la cárcel– que se niegan a bombardear civiles. Estas personas han escuchado la voz de sus conciencias sobre la algarabía de órdenes y alaridos nacionalistas de sus superiores. Han permanecido firmes ante la presión de una sociedad en la que el ejército juega un papel dominante. Se niegan a ir al frente, punto. Veo a los pacifistas norteamericanos, el largo aliento que ha tenido su movimiento, y en contraste, miro la retórica estridente e infantil del presidente Bush.

Por supuesto, no critiqué a Zidane por su ya celebérrimo cabezazo. Lo que hay detrás de un impulso así me es familiar, comprensible. Incluso, me alegró que por un segundo se resquebrajara la pátina que codifica la mayor parte de las reacciones de las personas famosas. Pero el chiste es que Francia perdió, y a un paso de ganar el Mundial.

Tal vez me ponga a hacer carteles de nuevo, sobre México, o Líbano. Pero, lo prometo, no me voy a pelear con nadie.