Usted está aquí: domingo 6 de agosto de 2006 Política ¿La democracia en peligro?

Rolando Cordera Campos

¿La democracia en peligro?

El mundo puede estar en peligro de entrar en una nueva guerra de proporciones continentales en Medio Oriente, pero la democracia mexicana no parece estar al borde del abismo. Sus instituciones han mostrado algunas de sus fallas, que no son menores, pero el pluralismo sigue su curso y parece ser el mejor de los caminos para la renovación o la conservación del poder, por lo menos a los ojos de los principales protagonistas del drama político y aun de los de las clases propietarias, siempre renuentes a dar a la democracia carta de naturalización.

Las leyes y reglamentos que organizan la disputa política satisfacen a muchos expertos, pero es un hecho que muchos de ellos advirtieron sobre una agenda pendiente de la reforma política, que era importante y en estos meses se ha mostrado vital para que el sistema político funcione adecuadamente. Al dejar su encargo, el anterior Consejo General del Instituto Federal Electoral (IFE) legó al Congreso de la Unión y a sus sucesores un importante "pliego de mortaja" en el que daba cuenta de lo que a su juicio eran temas y problemas no abordados o no resueltos por la legislación o la práctica del instituto o el tribunal, y que podrían convertirse en factores de freno o distorsión del ejercicio electoral democrático que se estrenó con éxito en 1997 y con entusiasmo en el año 2000. Algunos de estos asuntos eran el del dinero y la política, el papel de los medios y las capacidades que el IFE debería tener para fiscalizar, modular y, en su caso, regular estas cuestiones, cruciales en un sociedad de masas marcada por la concentración de la riqueza, como la nuestra.

No recuerdo que el documento haya merecido mayor atención de los legisladores o los nuevos consejeros, y ahora vive vida larvaria abrumado por las tormentas poselectorales, pero su importancia y utilidad para la deliberación que habremos de tener sobre la reforma política que sigue me parece indudable. Ojalá y lo rescaten del olvido sus propios autores, o que algún paleontólogo político lo redescubra en los archivos de la Cámara de Diputados o de alguna de las fracciones legislativas que se preparan para hacer mutis.

El recordatorio viene al caso porque se vuelve a hablar de unas instituciones democráticas que hay que defender, cuando en realidad ha habido un uso intenso de sus capacidades y disposiciones, y el reclamo de que su cúspide, el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, despliegue sus recursos y ponga fin al litigio poselectoral de la mejor manera. Es decir, no ha habido hasta el momento ningún amago contra las instituciones y sí la insistencia en que es por conducto de ellas que se puede arribar a un desenlace que otorgue legitimidad al gobierno que viene. Defender las instituciones cuando no están bajo ataque evidente supondría la enumeración de antecedentes y argumentos que sus defensores no han hecho explícitos, y es por ello que el debate sigue trunco y se enreda, dando pie a las interpretaciones más extremas.

Defender y fortalecer las instituciones es práctica política común en las democracias, porque las instituciones nunca son definitivas ni perfectas, ni están blindadas ante el conflicto social o el que subyace la disputa por el poder, que en estos tiempos se volvió descarnada entre nosotros. Asumir la terrenalidad y falibilidad de las instituciones existentes debía ser punto de partida de una revisión que se presuma progresista, que busque corregir lo que se ha descubierto ineficiente o perturbador del proceso electoral o, peor aún, atentatorio contra la legitimidad, no digamos de sus resultados, sino de los propios mecanismos y procesos que dan cuerpo y sentido a la institucionalidad que se defiende. Y poco o nada de esto se dice por quienes piensan que llegó la hora de su defensa.

Vuelvo al "pliego de mortaja" del anterior consejo y recuerdo que entre sus señalamientos estaba el de los medios de comunicación de masas y la regulación de su uso, que le es inseparable, precisamente por la forma en que el primero se regula hasta la fecha: el del dinero para la política. Ninguno se abordó adecuadamente en los momentos en que debía haberse hecho, y lo que se tuvo fue un carnaval grotesco de dispendio y abuso de recursos frente al cual el Consejo General del IFE se mostró impotente hasta el extremo de asistir sin inmutarse a la contratación de tiempos de televisión por grupos empresariales poderosos, dirigidos a reforzar la campaña del miedo contra López Obrador, explorada de antemano por el Partido Acción Nacional y sus partidarios. El que el Consejo General no haya hecho nada en el caso patético pero no menos abusivo del llamado Doctor Simi, no hace sino destacar esta falla fundamental, estructural, de la institución, en una materia que se ha probado crucial para el buen desempeño electoral de México.

La institución emblemática de la democracia mexicana es el IFE, no sólo por su buen funcionamiento sino porque resume la imperfección enorme de los acuerdos políticos que han sustentado el cambio político y buscado consolidar la democracia. Su costo elevado y la magnitud de su cuadro profesional da cuenta del sustrato profundo de desconfianza que articula el litigio político y que, como se ha vivido en estas semanas, no desapareció ni se esfumó gracias a los éxitos de 1997 y el 2000. Ahí estaba, a la espera de que las instituciones fallaran o sus hombres cayeran víctimas de su debilidad o de sus pecados de origen. O de que desde el poder constituido se violaran sin el menor pudor el o los pactos fundacionales de la transición democrática a la democracia y que no fueron revisados en estos años de la alternancia. Y así ocurrió, sin que lo registráramos a tiempo hasta que sus desperfectos y despropósitos estallaran en un conflicto grave como el actual.

Pero no estalló por la presencia destemplada de las masas irredentas convocadas por López Obrador, sino porque Vicente Fox no respetó el pacto de la no intervención presidencial en la elección de su sucesor, y el Consejo General del IFE no pudo poner coto a sus desplantes ni a los de los empresarios que decidieron echar la carne al asador para evitar el triunfo de López Obrador y acabaron quemándose y poniendo en peligro de un incendio mayor al país. De esa debilidad de los hombres, así como de su soberbia crematística, hay que hablar también si lo que se busca es, en efecto, fortalecer las instituciones y dar a la democracia mexicana una estructura sólida, capaz de asimilar los enfrentamientos y dar cauce a un conflicto que nunca es químicamente puro, sino siempre impregnado de reclamo social, prepotencia oligárquica y tentaciones de resolver la disputa por el poder con cargo a la hoja de balance y las decisiones minoritarias.

En las actuales circunstancias, la defensa de lo construido pasa por el tamiz de su crítica y el reconocimiento preciso de que lo que ha privado ha sido no un ataque plebeyo a la institucionalidad sino una defensa a ultranza, rayana en la ilegalidad flagrante, del privilegio y el control de los resortes del poder del Estado. De otra suerte, el aval a las instituciones se transforma sin mediaciones en un aval del abuso de poder y riqueza que flanqueó esta elección a todo lo largo y ancho del país.

 
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