Usted está aquí: jueves 17 de agosto de 2006 Opinión Mi joven corazón idiota

Olga Harmony

Mi joven corazón idiota

En el marco de Drama Fest 06 dedicado en esta ocasión a alternar el teatro mexicano con el alemán y dirigido en lo general por Aurora Cano, se escenifica Mi joven corazón idiota de Anja Hilling que ya conocíamos porque fue publicada en el número 25 de la revista teatral Paso de gato (en traducción del colombiano Luis Carlos Sotelo revisada por Edda Webels del Instituto Goethe, aunque el montaje presente no da crédito de traducción), misma en que aparece una amplia nota firmada por Simone Meier acerca de la joven dramaturga berlinesa, por lo que no me extenderé en ella excepto para decir que es una de las autoras más representativas de su generación en Alemania y que emplea diferentes formas de construcción para cada una de sus obras.

El presente texto es muy complejo, con muchos manejos de tiempo y espacio y en el que los personajes que aparecen en el edificio de departamentos lo mismo cuentan -siguiendo la corriente de teatro narrativo- sus acciones presentes y pasadas, que mezclan pensamientos con diálogos sin que haya distinción entre ellos. En algunas escenas se repiten diálogos de otra anterior, para dar el punto de vista de cada personaje acerca de situaciones, aparentemente inocuas, pero que guardan en muchos casos extraños misterios. Sería el caso de esa Helga, posiblemente ya muerta e invisible para nosotros, con la que habla el conserje Eugen Zarter, cuyo retrato está en la habitación pero también se atisba en el bolsillo de Miroslav Vulic, guardada su sudadera de volibol por Zarter la que es reconocida por Hans Werner Sandmann. El desierto australiano se hace presente de muchas maneras, en la caja con los lindos canguritos, en los juegos de campeonato de Helga, en la pieza del rompecabezas que arma la ausente Hanna y que causará la muerte del cartero Ludger Hase, de ''color arena del desierto''. Si el título de la obra se basa en una dulce canción de la ingenua Doris Day, los personajes no son dulces ni ingenuos y tienen en común la soledad y sufrimientos de amor y desamor.

Escenificar un texto así es sumamente difícil. Se podría optar por la manera en que Mauricio García Lozano trató Noche árabe de Roland Schimmelpfenning, también teatro narrativo, con sólo una silla y los movimientos de los actores, o bien en el modo en que la obra de Hilling se estrenó en Jena con muy pocos elementos. El director Hugo Arrevillaga Serrano eligió una escenografía muy abigarrada, de Sergio Villegas, quien también ilumina, con una pared frontal que tiene una puerta con mirilla, dividido el espacio inútilmente en tres áreas por medio de unos pilares que en muchas ocasiones cubren a los actores -por lo menos desde donde yo estaba- e impide verlos, con lo que se constata que dirigió desde un centro ideal. Un fregadero, una mesa y sillas, una lavadora en el otro extremo, dos excusados, uno que no se utiliza en un ángulo del proscenio y otro empotrado en la pared hasta donde sube la señora Schlüter por medio de unas salientes de metal para vomitar en la primera escena, y una apertura en el espacio central por donde entran y salen los actores de fea manera, completan la escenografía tan mal ideada y tan estorbosa. El vestuario de Bertha Romero y la musicalización y diseño sonoro de Ricardo Cortés, en cambio, son muy apropiados.

La dirección de actores es muy desigual y el hecho de que se recurra a un coreógrafo como Marco Antonio Silva como director de movimiento, hace que, en verdad, me pregunte en qué consistió el trabajo de Arrevillaga Serrano, que inicia con una escena de su cosecha en que la señora Schlüter yace como muerta cubierta por una sábana y con un charco de sangre a su lado, mientras los demás la contemplan, lo que nada tiene que ver con lo que ocurrirá. Lucero Trejo, a quien a últimas fechas se le conocen trabajos notables, es impostada como la señora Schlüter con movimientos extraños y artificiales, hablando con tal rapidez que con dificultades se entiende su intención suicida. Karina Gidi, en cambio, logra dar a Paula Lachmär toda la reconcentrada emotividad que requiere. Constantino Morán tiene un brillante momento de baile como Ludger Hase. Dardo Aguirre como Eugen Zater y Raúl Adalid como Hans Werner Sandmann cumplen con buen oficio, aunque me resulta poco creíble el Miroslav Vulic que encarna Humberto Busto.

 
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