Usted está aquí: viernes 18 de agosto de 2006 Opinión Günter Grass: el diario de un caracol

José María Pérez Gay/III y última

Günter Grass: el diario de un caracol

Ampliar la imagen Fotografía de archivo del premio Nobel de Literatura durante una conferencia de prensa en Hamburgo, el 8 de septiembre de 2005 Foto: Ap

En octubre de 1974, Günter Grass publicó El diario de un caracol, una carta a sus cuatro hijos, en la que les explicaba por qué se había incorporado al Partido Social Demócrata de Alemania, y también por que había tomado partido por Willy Brandt (1913-1992), un político de izquierda "tan peligroso, como subversivo", afirmaba la democracia cristiana de Alemania. Hacia 1956, Günter Grass conoció a Willy Brandt en Berlín Occidental, se hicieron amigos, compartieron juntos el naufragio de Berlín, la crisis internacional -los tanques estadunidenses y soviéticos frente a frente-, la construcción del muro, la división de la ciudad y una de las épocas más frías de la guerra fría. Willy Brandt era el alcalde de Berlín Occidental, una ciudad amurallada y sin salidas.

Grass vio en Willy Brandt al ciudadano alemán libre de toda sospecha, al socialista que había combatido en la guerra civil española al lado de los republicanos, al político que se había nacionalizado noruego y luchaba contra el Tercer Reich desde los editoriales de diarios de Oslo y Estocolmo; el que al regresar a Alemania había recuperado su nacionalidad y trabajaba en el Partido Social Demócrata. Brandt resultó ser el estadista de una confusa, apasionada y ecléctica década (1962-1972) que habría de polarizarse, de desengañarse, todo un aluvión de recuerdos, desacuerdos, falsas profecías y reclamos en torno a la división de Alemania.

Mientras Willy Brandt resquebrajaba la aparente reciedumbre del gobierno de Ludwig Ehrhard (1963-1966), el Partido Demócrata Cristiano inició una embestida en su contra al denunciarlo como "traidor a Alemania y peligro para la nación". Brandt había luchado durante la guerra contra su patria, por esa razón se le denunciaba. Por principio, buscar explicaciones de la derrota de Alemania nazi en las leyendas demócrata cristianas era una actitud delirante, pero descalificar a un adversario político por haber luchado contra la dictadura nacionalsocialista era una verdadera estupidez. Hacia 1956, Konrad Adenauer afirmó que él no conocía a un candidato llamado Willy Brandt, sino a Herbert Karl Frahm, su verdadero nombre, un político de padre desconocido. La leyenda negra de Willy Brandt se construyó en esos días: un comunista de la República Democrática Alemana al servicio de los intereses de Moscú con piel de oveja social demócrata, que buscaba despojar al pueblo alemán del bienestar que había logrado con tanto esfuerzo.

Al llegar Willy Brandt al puesto de vicecanciller en 1966, en el gobierno de la Gran Coalición demócrata cristiana y socialdemócrata, puso en práctica su proyecto de la Ostpolitik, la política de diálogo y apertura con la Unión Soviética y los países socialistas. El diario de un caracol es la historia de la campaña electoral de Willy Brandt, y el Partido Social Demócrata, en septiembre de 1969. Grass narra las conversaciones con Brandt, y su equipo de asesores, un recorrido de 32 mil kilómetros por 60 distritos electorales, un viaje por la mitad de su patria -la otra mitad era la República Democrática Alemana- y nos vuelve a demostrar como toda historia alemana es siempre una historia de su pasado. Günter Grass no la describe sino la narra, nos cuenta como un grupo de judíos sobrevivientes vendieron su sinagoga para emigrar, como el asesor estudiantil Hermann Ott sobrevivió a la guerra encerrado en un sótano durante siete años, sin ver la luz del día; quién compró el reloj de August Bebel, por qué una joven de nombre Laura deseaba tener un caballo y quería votar por Brandt; Grass coleccionó las tradiciones orales de las distintas zonas por las que iba pasando. Pero también nos contó sobre el tedio de toda campaña electoral, al desaparecer la euforia, los discursos y las concentraciones, al regresar a la vida de todos los días. El Partido Social Demócrata ganó las elecciones de 1969 con 42,7 por ciento, 22 escaños más que en 1965, y Willy Brandt se convirtió en el primer canciller socialdemócrata de Alemania Federal.

En diciembre de 1970, durante la primera visita de Estado de un canciller de Alemania Federal a Polonia, Willy Brandt cayó de rodillas ante el monumento a las víctimas del Holocausto en Varsovia, y permaneció allí unos minutos. Una verdadera tormenta de críticas y reclamos se desató contra el gobierno de Bonn, y sus entusiastas detractores volvieron a repetir hasta el cansancio que Brandt era otra vez el verdadero peligro para Alemania Federal. Günter Grass escribió entonces un artículo, La capacidad del duelo (1970), donde reclamaba a los ciudadanos alemanes su arbitrariedad, su incompetencia para superar muchas actitudes opresivas y autoasfixiantes, la excesiva provocación demagógica de los círculos empresariales conservadores, la torpeza de no aceptar el exterminio y la ruina que el ejército alemán había causado durante la Segunda Guerra Mundial. Por el contrario, Willy Brandt representaba la capacidad del duelo, según Grass, en un país en que la culpa colectiva seguía gobernando a sus ciudadanos. Brandt representaba mejor que ningún otro alemán la dignidad y el orgullo de la resistencia contra la dictadura nacionalsocialista.

La política o el arte de lo imposible. Brandt cuya carrera comenzó como alcalde de Berlín Occidental, el político que se enfrentó dos veces como candidato de la socialdemocracia a Konrad Adenauer, el ministro de Relaciones Exteriores de la Gran Coalición y, más tarde, el canciller que abrió los caminos del diálogo con la Unión Soviética, el incansable negociador de la unificación de Alemania, renunció a la cancillería en mayo 1974, cuando los servicios de inteligencia revelaron que uno de sus asesores más cercanos, Günther Gillaume, era espía de la otra Alemania, militar que llevaba 15 años establecido en Bonn, que se había hecho pasar como militante del Partido Social Demócrata y que, como asesor del canciller, había logrado acceder a los secretos más importantes del Estado.

La historia política de Günter Grass consiste en su inteligencia y en su conflictiva franqueza; no ha quitado el dedo de la llaga alemana: el exterminio de los judíos y la devastación de su patria, escribió sinceramente sobre una inestabilidad que él también compartía y sufrió buena parte del desastre; en cambio, hizo surgir entre las conciencias alemanas inteligentes y profundas la chispa de la crítica, del pensamiento. No hemos salido del horror de la última guerra; por cierto, una guerra que duró 30 años (1914-1945). Los muertos no lograron enterrar a sus muertos: 50 millones de cadáveres cubrieron la Tierra. Hubo cerca de 40 millones de heridos, mutilados, dementes. Y todos los sobrevivientes resentirán la huella de esos años hasta el fin de sus días. Toda convención humanitaria fue violada: genocidio científico, la tortura, los bombardeos y el ataque a poblaciones civiles. El absurdo del mundo se reveló como nunca antes durante esos días.

Edmund Wilson decía que el impulso y la nobleza del arte surgen de la llaga y la culpa; durante 50 años de labor narrativa, poco cosas han cambiado en la obra de Günter Grass. En la última década, uno de los temas que más le han ocupado es el de la degradación de la guerra. La guerra es el infierno. Carl von Clausewitz, el más lúcido de sus teóricos, advertía: "Muy pocas veces la guerra acaba donde esperábamos que concluyera". Los estrategas neoconservadores de las últimas guerras, la de Irak por ejemplo, nunca imaginaron sus consecuencias. Su degradación moral es algo que los altos mandos militares, aunque les inquietaba que el paisaje después de la batalla, afirma Grass, nunca previeron. En su ensayo Escribir en un mundo sin paz (2006), Grass escribe que "los escritores somos expoliadores de cadáveres. Vivimos de hallazgos, y por eso también de los despojos oxidados de la guerra. Recorremos los campos de batalla y los escombros hace tiempo edificados y encontramos el botón del uniforme abandonado, la muñeca de celuloide intacta por un milagro. Restos como esos nos hablan de soldados despedazados, de niños sepultados".

"¿Cuando nos dejamos persuadir de que la de Irak no era nuestra guerra?", se pregunta Günter Grass. "¿Cuándo creímos, al adaptar el proverbio cuando hablan las armas, callan las musas, quedar bien con todos los que siempre opinaron que el escritor debía ocuparse del acontecer cotidiano, es decir, mantenerse lejos de la sucia política y conservar el arte limpio? ¿Cuándo nos refugiamos atentos en el silencio? Hablo por experiencia. Tenía 16 años cuando fui soldado. A los 17 aprendí a tener miedo. Sin embargo, creí hasta el fin, aun cuando hacía ya tiempo que todo estaba hecho añicos, en la victoria final. Desde entonces la guerra, ni siquiera en esas treguas que se llaman paz, quiere cesar en mí, es algo parecido al destino. Es como un temblor posterior o estremecimiento de aviso. Sobrevivir a la guerra se debió sólo a un capricho del destino".

Al releer Escribir en un mundo sin paz, se encuentra la respuesta a la revelación que Grass hizo hace unos días: su militancia de tres meses en las Waffen-SS, el grupo criminal de los nazis. Hoy sólo puede pensarse una utopía, como lo afirmaba Hermann Broch, el escritor austriaco: el respeto absoluto a la vida y la prohibición absoluta de matar. Todos tenemos una ideología, un grupo de ideas que justifica nuestra conducta. Justificarnos a nosotros mismos es una necesidad trascendental. Los teóricos que hace algunos años afirmaron el fin de las ideologías, y se convencieron de que ya no tenían ninguna, de que estaban más allá de los conflictos políticos, nos dice Grass, poseían a pesar de todo una que los justificaba. Albert Camus creía que el problema filosófico crucial era el suicidio; Günter Grass cree que es el asesinato.

En su discurso al recibir el premio Nobel de Literatura (2004), Harold Pinter se preguntaba: "Cuántas personas hay que matar para considerarse asesino de masas y criminal de guerra?" "La pregunta no puede desecharse a la ligera como simple retórica, porque se refiere al acreditado e hipócrita comportamiento numérico de Occidente, al recuento de las víctimas", escribe Grass,

Las propuestas de paz se han imaginado siempre para el futuro, pero, ¿y si no existiera el futuro? Hemos ignorado la diferencia entre el interés privado y el interés universal. Nuestras convicciones han llegado a ser nuestros intereses. ¿Cuál es el destino? Nuestro común salvajismo; el principal protagonista de la historia, nuestra estupidez.

 
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