Usted está aquí: domingo 20 de agosto de 2006 Opinión Nuestro futuro próximo

José Antonio Rojas Nieto

Nuestro futuro próximo

A todos nos inquieta lo que determine el Tribunal Federal Electoral. Muchísimo. Y, sin embargo, nuestro futuro no puede depender solamente de esa decisión. Divididos, lastimados, ofendidos, deberemos impulsar una nueva fase de desarrollo orientada a superar los rezagos ancestrales y crónicos que nos caracterizan.

Ingresos monetarios superiores a cinco salarios mínimos es el criterio que tiene aislado a 15 por ciento de la población. El 85 por ciento restante sigue ahí, arrinconado y prendido de una pobreza que cada día lastima más. Y que se exacerba a pesar de la propalación demagógica de un éxito económico sólo disfrutado por unos cuantos.

No hay novedades en torno a las formas de superar esos rezagos. Antes, ahora y después, la solución es la creación de fuentes de trabajo. El autoempleo no es sino una caricatura de esa solución. Y el seguro popular su lamentable correlato.

Pero atrás de alternativas solventes, robustas y permanentes se encuentra uno de los problemas seculares, el del financiamiento del desarrollo, el de la inversión. Independientemente de la orientación teórica e ideológica que se postule, hay una incontrovertida primera lección económica: el proceso de desarrollo, el proceso económico, el proceso de acumulación de capital -como se le quiera caracterizar- comienza siempre con el financiamiento de las actividades productivas. Y quien financia ese proceso tiene el mayor control sobre él. ¿Quién o quiénes alientan, impulsan esa concentración dineraria? ¿De qué forma y con qué mecanismos? ¿Bajo qué condiciones?

La tradicional y acertadamente caracterizada "disputa por la nación" transita por lo que podemos llamar la disputa por las formas de financiamiento del desarrollo. ¿Dinero propio? ¿Dinero ajeno? ¿Dinero interno? ¿Dinero externo? ¿Concentración bancaria? ¿Concentración bursátil? ¿Obligaciones tributarias? La respuesta a todas estas preguntas es determinante de algo más que un ejercicio académico común.

Formas y niveles de consumo. Mecanismos y estructuras de inversión, y -finalmente- dinámica y estructura económicas, van de la mano en un proceso cuyo control y orientación -qué duda cabe- están sujetos a una disputa social permanente. El juego de las clases sociales es algo más que una tipología pedagógica. Llevada al terreno de la política, representa dificultades y tensiones que deben ser atendidas.

Hoy -como nunca- vivimos una expresión compleja de esta lucha de clases. Y la sociedad en pleno -que no sólo los gobiernos- debe atenderla diligentemente. Sin caer en la tentación autoritaria. Menos aún en la aberrante salida represiva. La responsabilidad de quienes conducen hoy la resistencia social es mucha. Muchísima. Como lo es -asimismo- la de quienes se ven confrontados por ella.

Y es que tras la tensa situación actual, la memoria social registra rezagos y vicios crónicos que deben ser atendidos, so riesgo de un deterioro mayor de nuestra convivencia social. De aquí el trascendental papel del Tribunal Federal Electoral. No por obvio hay que dejar de mencionarlo.

Menos aún dejar de señalar algunos de los inquietantes indicadores que están en la base de esta conflictividad social. Una inversión que con dificultades supera 20 por ciento del producto nacional, insuficiente para atender los requerimientos de empleo. Unas remuneraciones a los asalariados que han ido a la baja en este sexenio, que apenas rozan 30 por ciento del producto nacional, y que lejos están no sólo de los niveles próximos a 40 por ciento de fines de los años 70, sino del 35 por ciento del producto nacional logrado en 1994. Y, como clara expresión de esto, un consumo privado (gasto de las familias) que si bien ha llegado ya a un nivel próximo a 75 por ciento del producto nacional, por la pauperización salarial descansa fundamentalmente en el alto consumo de los estratos sociales de más alto ingreso de la sociedad: ese 15 por ciento que percibe -precisamente- más de cinco salarios mínimos.

Pero lo más lamentable es que para enfrentar este drama económico y social, ya no podemos contar con aquella abundancia petrolera mítica. La hemos dilapidado. En parte porque no hemos sido capaces de lograr una tributación que supere 11 por ciento del producto nacional, encadenando crónicamente nuestra renta petrolera al gasto corriente gubernamental. Pero también por la falta de oficio para cumplir plenamente metas propuestas en el terreno petrolero.

De no atenderse esta deficiencia, se puede generar una espiral de deterioro creciente de una industria cuyas tendencias dominantes son caracterizadas por algunos especialistas como paradójicas, por no decir dramáticas. Ya no habrá tanto petróleo como se pensaba o se imaginaba o se soñaba antes, aseguran. Y -afirman- el poco que habrá, exigirá inversiones crecientes. Y costos crecientes para su extracción.

Además, el esfuerzo para sostener una garantía de abasto de petróleo de, al menos, dos sexenios, será mayúsculo. Y, como consecuencia obvia, la astringencia fiscal será cada vez mayor. Inclusive con precios altos de crudo, como se prevén para los próximos cuatro a seis años. De manera que cuando estos precios empiecen a descender en el mercado internacional, nuestra situación puede ser no sólo delicada, sino grave. Inclusive explosiva.

Y en este campo, este sexenio que se va pasará a la historia como el que recogió uno de los mayores volúmenes de recursos petroleros (cerca de 200 mil millones de dólares), acaso el mayor, por las características antes descritas. Pero también como el que resultó incapaz de evitar una lamentable pero ineludible fase de decaimiento petrolero en México, expresada -qué duda cabe- en la dramática situación de Cantarell, el yacimiento de nuestra mar amada, la de hoy, la de siempre.

Sí, atrás de la disputa social de hoy, están todos estos delicados problemas. Y a la sombra de la mayor o menor generosidad constitucionalista del Tribunal Federal Electoral, las mayores o menores condiciones para enfrentarlos. Sin duda.

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