Usted está aquí: domingo 20 de agosto de 2006 Opinión Dogora

Carlos Bonfil

Dogora

Una película sin trama, sin guión y sin actores. El diario de viaje a Camboya de un cineasta francés, Patrice Leconte, que lo mismo ha podido combinar en el pasado verbosidad y truculencia voyeurista (Monsieur Hire), explotar las fórmulas seriadas de humorismo vacacional (Los bronceados, y secuelas), sumergirse en el elogio de la sensualidad femenina (El marido de la peluquera, El perfume de Ivonne) o perderse en el melodrama histórico (El amor nunca muere/La veuve de Saint Pierre). Un director polifacético, previsible en su eficacia, sorprendente en sus vuelcos genéricos, dueño con todo de una propuesta estilística inconfundible. Leconte es, en la actualidad, el emblema más visible de un "cine de calidad" francés de exportación garantizada -el compromiso más elocuente entre la propuesta autoral y la buena respuesta en taquilla.

Este director talentoso, carismático y aventurado ofrece hoy en Dogora su visión muy personal del pueblo camboyano, capturado en cámara de alta definición durante un viaje de recreo y trabajo, en complicidad estrecha con el compositor Etienne Perruchon y un coro de voces búlgaras. Las letras de las canciones adoptan un idioma original, el dogoriano, inventado por el propio músico. Dogora es así la voz cantada que acompaña la mayor parte de las imágenes frenéticas en esta sinfonía rural y urbana que nos descubre el cine galo. El modelo inalcanzable tiene casi 80 años, Berlín, sinfonía de una gran ciudad (1927), de Walther Ruttmann. Lo más al alcance, en materia estilística, sería Baraka, de Ron Fricke, y las cintas de culto de Godfrey Reggio, Koyaaniquatsi y Powaqqatsi. Leconte consigue, sin embargo, tomar distancia con estos últimos modelos.

A pesar de la grandilocuencia épica que domina en la pista sonora, el director ensaya una crónica intimista a la que imprime su sello inconfundible: exploración de los cuerpos, acercamientos de rostros, escrutinio de la mirada infantil, humorismo en la rápida captura de un gesto evasivo y en su prolongación divertida. Una secuencia notable es la del largo travelling que registra el tránsito urbano de motocicletas, concentrándose en las reacciones de quienes acompañan al conductor, en ocasiones una familia entera.

Las tomas preciosistas de campos de cultivo con atardeceres contrastados que marcan los ritmos de la faena cotidiana tienen un inevitable barniz de promoción turística, que contrasta, escenas más adelante, con el montaje vigoroso de manos de bailarinas y puños de boxeadores, y recorridos trepidantes por el paisaje camboyano con fondo musical a un paso de la cabalgata de las Walkirias. Lo cuestionable es la complaciente estetización de la miseria, con sus largas tomas en basureros y niños menesterosos hurgando alternadamente el desperdicio y el ojo de la cámara. Es aquí donde el trabajo de Leconte se ubica en las antípodas de los documentales vigorosos de Ritty Pahn (La tierra de las almas errantes, 2000; La gente de Angkor, 2003), el mejor cronista de la realidad camboyana. En Dogora no hay referencia histórica o política que enriquezca de algún modo el diaporama de instantáneas satisfechas. El mundo de Leconte es el de la sensualidad y el de la evasión romántica. Una postura artística respetable sin duda, pero también intrascendente.

La película tiene como primera y tal vez única vocación la del alarde estético, con un trabajo de montaje y un diseño musical atractivos. Nadie le pediría al director de Ridículo -ese abandono a la ironía e ingenio del siglo XVIII francés- una mirada crítica a la realidad social del entorno oriental que describe.

La condición para disfrutar cabalmente Dogora es valorar la cinta por lo que con toda debida imprecisión habría que llamar sus cualidades humanas, y también por sus apabullantes exploraciones estéticas, por el elogio de la pureza infantil y la sensualidad exótica, y por esa distancia suya, tan obligada, ante toda realidad histórica.

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