Usted está aquí: lunes 21 de agosto de 2006 Opinión Lluvia sobre México

Hermann Bellinghausen

Lluvia sobre México

Lo que comienza con agua, termina en el agua. Llovía a cántaros en Buenavista, y el tren ya iba en marcha. Lo bueno es que despacio. Lo malo, que había alcanzado el final del andén cuando Saúl Pechyna y yo arribábamos apenas a la plataforma, crédulos y atarantados. La carrera que pegamos fue instantánea, ni adiós dijimos. Bueno, creo que no teníamos allí de quién despedirnos. En esa edad que ya no eres niño te conviertes en soltero y nadie te pela.

En la carrera, como es natural, se acabó el cemento de la plataforma y tuvimos que saltar a los patios de maleza y cascajo patinando en la grava para pescar el tubo y colgarnos al escalón con todo y chivas. Siendo los únicos viajantes que no abordaron con propiedad en los andenes, éramos los únicos mojados por la lluvia, así que recorrimos el pasillo salpicando a los vecinos. Jadeábamos, contentos de estar arriba. Ni boleto habíamos comprado, lo cual costó multa y reprobación absoluta del billetero, quien se mantendría hostil el resto del trayecto.

Al rato ya temblábamos, ateridos y morados. Más al rato, en calor, y cuánto, la vida sería hermosa. El paisaje era el diluvio. La tierra anegada. Antes de Yanga hicimos alto una hora. Amainó. Una tal Clotilde se quitó las chanclas, caminó sobre los charcos y se metió al bosque a recolectar bayas. Trajo un puñado. Las mostró a los que andábamos junto a la vía. Separó dos capulines rojos y dijo:

-Se ven ricos, ¿no? Si los comes, ya te chingaste.

Explicó que eran "capulín tullidora". Paralizante, señaló. No te salvas, afirmó. Y los arrojó al lado. El resto es bueno, declaró y convidó. Preferí abstenerme, aún dominado por cierta aprehensión clasemediera de mi casa: nunca sabes cuál hongo es el venenoso, no comas ninguno.

La entrada al puerto de Veracruz fue dramática. A los lados de la vía las casas ya no estaban a la vista, o sobresalían del agua nomás los techos. Perros y gatos se encaramaban. Algunos pobladores se desplazaban en lanchas o tablones. O usaban el lento tren como puente. De ahí en adelante el tren sería un barco, como si flotara con cierta majestad despaciosa. Así llegamos a la estación, a un costado de la capitanía. Tras nuevo retraso dejamos puerto trabajosamente por cambio de vía y el guardagujas que no aparecía. Tuvieron que irlo a sacar de la bodega, borracho, deshonrando uniforme y sindicato. La marcha prosiguió. El malecón estaba a merced de las olas en el peor norte del año. El peor en años. La llanura del Papaloapan era lo que se dice un lago. Los patos nadaban donde no acostumbran. Las ramas sobresalientes cargaban alimañas poniéndose a salvo y hasta algún cristiano. Culebras, roedores, tarántulas, gallinas de los ranchos. En una pausa más del recorrido, antes del viraje en Tierra Blanca, Pechyna se inventó una caña de pescar desde los rieles. Cosechó sapos y un zapato. La información del maquinista, que recorría el convoy a velocidad de rumor, era tranquilizadora. Aunque sumergidas, las vías estaban firmes hasta Tehuantepec. Hubo alteraciones de ruta, lo cual perjudicó a algunos pasajeros.

Nuevamente en marcha, el tren titubeó, y cambió otra vez de vía. Para algo tan rígido como un convoy que cuenta con un repertorio limitado de vías férreas y se desplaza como brontosaurio, eso representaba un esfuerzo colosal. Nos alcanzó el tren Peninsular y hubo que darle paso. Pechyna y yo pensamos en cambiarnos, pero desistimos porque se puso a llover. En la travesía hacia el Pacífico las noche sucedía al día y viceversa.

Hasta el puente de Tehuantepec había sido alcanzado por las inundaciones, pero llegamos a la terminal istmeña, donde espléndidas mujeres como la del entonces corriente billete de diez pesos aportaron tlayudas de tasajo y un aguardiente inconfesable, coquetas hasta el abuso, matriarcales y burlonas, arete de oro y caderas de bronce extraordinario.

Si bien todo parecía interrumpirlo, el viaje prosiguió. Hasta Arriaga, donde comenzaba Chiapas, por primera vez en mi corta vida. Los arrozales anegados, a diferencia de Barlovento y Sotavento, a dos sierras Madre de distancia, no significaban desastre, eran lo que se suponía que fueran: un charco ilimitado al que Pechyna y yo saltamos con la resignación gustosa de haber llegado, y aunque apenas comenzaba el verdadero viaje, tuvimos más de un alma de la cual despedirnos, incluído el billetero, pues cuatro días al agua a cualquiera le aflojan las correas.

La emprendimos rumbo a donde el tren no llegaba nunca. Nos esperaban el valle de los Conejos y su capital sin forma, el nebuloso Jovel soñando, las inaccesibles montañas de Chilón, una selva Lacandona como copiada de José Eustasio Rivera u Horacio Quiroga, por entonces apenas colonizada, a paso de indio y machetazo limpio. Apenas conoceríamos lo que es y significa la lluvia sobre Chiapas. Hace 35 años.

 
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