Usted está aquí: miércoles 30 de agosto de 2006 Cultura García Lorca, la aristocracia de la sangre

Javier Aranda Luna

García Lorca, la aristocracia de la sangre

¿Qué hilos tocó Federico García Lorca con su poesía para permanecer entre nosotros? ¿Por qué su música no cesa, no cansa y sus imágenes nos siguen atrapando? Pocos poetas logran tener el privilegio de vivir en la memoria colectiva, y García Lorca lo hizo no con uno sino con varios de sus poemas. La casada infiel, Preciosa y el aire y el Romance sonámbulo son claro ejemplo de ello. Pero, ¿qué decir de Yerma y Bodas de Sangre, ese teatro que es poesía, que surge del "fondo primitivo" donde todo es "más grito que gesto"?

En una entrevista de Ricardo Cabal publicada el 12 agosto de 1933, García Lorca, al hablar de su trabajo literario, dejó entrever lo que quizá explique su marcada presencia entre ya varias generaciones de lectores: su esencia meramente popular. Más que para sí o para los happy few escribía para los lectores comunes. Como Van Gogh, aspiraba alcanzar al ciudadano de a pie. El procuraba trabajar "con la aristocracia de la sangre, del espíritu y del estilo, pero adobado, siempre adobado y nutrido de savia popular".

El poeta no mentía: buena parte de la producción garcíalorquiana recoge tradiciones populares andaluzas, gitanas, flamencas. No sólo eso: la música de sus versos proviene, en buena medida, de esa métrica de octosílabos, tan frecuente en nuestro idioma.

Pero más allá de la métrica y de las tradiciones, un ingrediente constante en la poética de García Lorca es su propensión, su simpatía, por lo que él llamaba los perseguidos: los perseguidos por el amor, por la tragedia, por la duda. Por eso, además de enamorados, aparecen aquí y allá el gitano, el negro, el judío, el morisco. Los perseguidos que "todos llevamos dentro".

Pero sería injusto entender la presencia de García Lorca sólo por esa voz del poeta que parece cantar nada más en do de pecho. Su mejor libro, para mi gusto, huye de la música española del octosílabo y del retablo donde las anécdotas nos cuentan historias tan locales que bien podría vivirlas cualquiera de nosotros. Me refiero, claro, a Poeta en Nueva York.

Aunque el libro es una visión poética de aquella ciudad, la visión del escritor es abstracta. No existen rascacielos, trenes, comercios. Apenas aparece el nombre de la ciudad y los de algunos de sus lugares. No hay estampas sino ambientes. De terror, de crueldad y a veces, como decía el poeta, de "punzante alegría". Mira a la gran manzana con los ojos en cuyas pupilas "caen las chispas de carbón encendido".

Sus impresiones neoyorquinas son las de una "ciudad mundo". Fue y sigue siendo, en palabras del escritor, "una puesta en contacto de mi mundo con el mundo poético de Nueva York". ¿Poco? No, en realidad, mucho: el poeta encuentra en aquella ciudad un símbolo del sufrimiento en el revés que sostiene a esa gran urbe. Mira a los pueblos perdidos en sus calles. A los pueblos que si se caen de sus aceras de hierro los arroyan, o si caen al agua los demás les lanzan las envolturas de su merienda. El poeta mira a todas esas minorías que conforman la gran urbe: a los judíos, a los sirios, pero, sobre todo, a los negros. Los negros, quienes pese a haber convertido su tristeza en el "eje espiritual de aquella América", se sacan música "hasta de los bolsillos". Según el poeta, en Nueva York todos son extranjeros, salvo los negros atravesados por la angustia de vivir una ciudad que no les pertenece.

Para el poeta, Nueva York es un monstruo, un "Senegal con máquinas". Los ingleses llevaron allí, según él, una civilización sin raíces. Por eso en esa ciudad se vive para arriba. Olvidaron en su travesía llevar a Shakespeare. Nueva York para el poeta "es la gran mentira del mundo", la metáfora de nuestros días.

Federico García Lorca, ya inmortal, fue asesinado por los franquistas en la ciudad de Granada en 1936, hace 70 años.

 
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