Usted está aquí: domingo 3 de septiembre de 2006 Opinión La transición de las revoluciones políticas a las sociales

Guillermo Almeyra /III

La transición de las revoluciones políticas a las sociales

Las experiencias de las revoluciones forman una escalera en ascenso: la Revolución Mexicana y el cardenismo muestran el protagonismo de obreros y campesinos, la destrucción del ejército tradicional y su remplazo por otro nacido de la Revolución, así como un gran peso de los explotados, aunque controlados por el aparato corporativo estatal. La experiencia peronista es la de la organización de los trabajadores, aunque controlados por el corrupto y cobarde aparato sindical, la vida política en los sindicatos y no en el partido peronista, lo cual desarrollaba la autoiniciativa y la autorganización de los trabajadores y abría una brecha entre éstos y los aparatos partidarios. También muestra la posibilidad de derrotar con la huelga y armas en mano golpes militares poderosos (como en 1952), pero la necesidad de la indispensable independencia política frente al peronismo y al Estado para poder realizar los objetivos de los trabajadores y unir a éstos a los sectores de las clases medias. En 1952 una huelga general insurreccional en La Paz, Bolivia, destruye el ejército regular, eje del Estado, toma las tierras, forma milicias obreras y campesinas. Aunque esta epopeya fracasó, vive todavía en la experiencia y en la acción de los bolivianos actuales que, a medio siglo de distancia, impusieron con sus movilizaciones y sus muertos las elecciones, las ganaron, impusieron la Asamblea Constituyente, cambiaron la estructura del aparato estatal, descolonizándolo, y unieron a los explotados.

La revolución boliviana de 1952 tuvo estas premisas: el ejército, muy débil y derrotado en la Guerra del Chaco 20 años antes, estaba dividido porque había un sector nacionalista que seguía conspirando y que había tomado el gobierno, del cual había sido expulsado sangrientamente por la oligarquía. El personal político del cambio (Hernán Siles Suazo, Víctor Paz Estensoro) estaba en Buenos Aires, a miles de kilómetros. Tenía el apoyo de la mayoría de las clases medias urbanas contra el gran capital concentrado en sólo cuatro familias oligárquicas. La izquierda era débil y estaba dividida: los comunistas formaban parte de los gobiernos asesinos, el trotskismo, ilegal, tenía peso entre los mineros y en los sindicatos, pero actuaba en alianza con la izquierda sindical nacionalista (Juan Lechín). La división del ejército permitió destruirlo en la guerra urbana y crear las milicias obreras y campesinas. Pero la mayoría de las direcciones sindicales y de las milicias obreras, así como las milicias campesinas y los campesinos en general, seguían al nacionalismo revolucionario de Bush, Villarroel y, en ese momento, Paz Estensoro y Siles Suazo. Los trotskistas eran además obreristas y no prestaban sino una atención abstracta al problema indígena y al campesino (o sea, a la mayoría del país), mientras que la pertenencia al MNR -aunque fuera como ala izquierda sindical (Lechín) o campesina (Ñuflo Chávez)- sometía a los explotados a la minoría centroderechista en el gobierno, la cual estableció lazos con las clases medias urbanas para tratar de oponerlas a los obreros socializantes y, después de reconstruir el ejército, hizo un pacto entre la derecha militar y los caciques campesinos. Las continuas y heroicas luchas de los mineros prescindían de los campesinos, que ni siquiera estaban organizados en la Central Obrera, y la pequeñoburguesía en el gobierno, aliada con la nueva oligarquía fomentada desde el Estado, construyó así un Estado burgués sin casi burguesía, en el que la fuerza principal del capital estaba en Estados Unidos. Por eso Washington pudo aceptar la Bolivia revolucionaria y, en un principio, pensó que podría dominar igualmente, mediante el mismo embajador, Bonsal, a la Cuba revolucionaria de 1959.

En ese país, el golpe de los sargentos dirigidos por Fulgencio Batista, un mestizo, había alejado al ejército de las clases dominantes (capitales estadunidenses y oligarquía) y lo habían convertido en una banda de mercenarios. Era capaz de asesinar y torturar pero no de combatir, y en realidad se derrumbó, no fue aplastado armas en mano por los grupos guerrilleros. Las clases medias, desde la revolución contra Machado en los años 30, estaban descontentas. Los partidos Auténtico y Ortodoxo, muy corrompidos, estaban en crisis. Sólo Chibás había tenido apoyo de masas. La dirección del potente movimiento sindical se había burocratizado y corrompido. La izquierda tenía escaso peso: el Partido Comunista había participado con dos ministros en el gobierno de Batista, al que había apoyado durante cuatro años. Los partidos en el exilio conspiraban e intentaron desembarcos fracasados. Un golpe antibatistiano en la marina y otro en el ejército habían fracasado. Los estudiantes católicos del Directorio Revolucionario también fracasaron en su intento de matar al tirano y de tomar la casa de gobierno.

El puñado de guerrilleros dirigido por Fidel Castro pudo por eso subsistir en la montaña y tener la hegemonía política de la oposición. La resistencia del Movimiento 26 de Julio en la ciudad era el centro político de ese movimiento (donde Fidel Castro no era líder indiscutido, ya que existían diversas tendencias internas, incluso en la Sierra Maestra), pero la derrota del intento de huelga general insurreccional en las ciudades dejó el centro de la dirección política en manos del grupo de la sierra y no en el llano. Los otros grupos guerrilleros de diversos tipos no tenían el peso, las victorias ni la autoridad del de Fidel, y éste pudo maniobrar y lograr alianzas transitorias con grupos y tendencias antibastistianos, muchos de los cuales están hoy en Miami.

Con el apoyo de las clases medias, la tradición cultural cubana revolucionaria, la radicalidad del movimiento obrero cubano (influenciado por anarquistas y trostkistas, aunque después burocratizado), frente a un ejército impotente y a una burguesía dividida, el papel de Bonaparte de Fidel fue decisivo. Ahora bien, aunque nacido entre terratenientes y educado por los jesuitas, éste nunca fue un hombre de "orden", sino un revolucionario pragmático acostumbrado a la lucha en un movimiento estudiantil muy infectado por los gánsteres y en una lucha ideológica de oposición a los stalinistas. Tenía ideas revolucionarias firmes y flexibilidad, aunque no fuese un marxista. Por eso la revolución democrática cubana de 1957 a los primeros meses de 1959 pudo pasar a una transición: a finales de 1959 los burgueses en el gobierno que Fidel presidía, o se habían exiliado o estaban acorralados.

La segunda reforma agraria y las medidas sociales resueltas desde el gobierno dieron a éste un peso político enorme. La agresión del imperialismo, que abrió sus puertas a los emigrados cubanos, politizó y radicalizó al pueblo de Cuba y vació al país de vastos sectores potencialmente opositores de las clases medias. Pero no fueron ni la ayuda soviética (la Unión Soviética reconoció al nuevo gobierno cubano con dos años de retraso) ni la simple respuesta a la agresión estadunidense las causas de la evolución del régimen. Si los revolucionarios no hubieran creído en la revolución y no hubieran trabajado para ella, podrían haber seguido el destino del MNR boliviano, cediendo a las presiones imperialistas y, por supuesto, no hubieran necesitado apoyarse entonces en el enemigo de su enemigo.

 
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