Usted está aquí: domingo 3 de septiembre de 2006 Opinión EJE CENTRAL

EJE CENTRAL

Cristina Pacheco

Días de septiembre

Cada septiembre Juan Puertos abandona el servicio de limpia para dedicarse a la venta de banderas, cascos, rehiletes, sombreros charros, chinas poblanas en miniatura y otras curiosidades teñidas con los colores patrios.

Desde el primero de septiembre Juan ya no barre las calles: recorre el centro envuelto en una ola tricolor hecha de percal, listón, palma, papel de china... En actitud solemne, casi marcial, se aposta en las esquinas a la espera de compradores que disminuyen año con año. Más allá de lo que significa para su bolsillo, la disminución lo alarma, porque es señal de que el pueblo va alejándose cada vez más de sus tradiciones.

El aprendió a respetarlas gracias a sus padres -Emigdio y Margarita-, artesanos de oficio. Su casa era el taller donde elaboraban juguetes y adornos para las celebraciones populares. A partir del mes de julio, sobre los escasos muebles se distribuían los materiales para la fabricación de artículos patrios.

Desde muy pequeño Juan fue ayudante de sus padres y así aprendió un oficio que le brindaba muchos momentos de diversión. Su juego predilecto consistía en esconderse bajo los lienzos verde, blanco y rojo que su madre iba uniendo a punta de aguja. A partir de que las telas se integraban en una sola para dividirse en infinidad de banderitas, Juan, por órdenes de su padre, tenía que renunciar al juego "por respeto al lábaro".

II

Para vender sus productos, a principios de septiembre la familia viajaba por ranchos y poblados remotos. En medio de la desolación y la aridez, el carrito lleno de artesanías tricolores semejaba un oasis, un jardín surgido de milagro en el desierto.

A Juan le correspondía atraer a la clientela soplando su corneta. El sonido monótono y ríspido era un llamado para los perros. Sus ladridos despertaban la curiosidad de las niñas y las mujeres que poco a poco iban acercándose a preguntar los precios. Los repetían a gritos para que las oyeran sus padres o sus maridos y aprobaran la compra.

Un viernes por la mañana Juan y su familia se desviaron de su recorrido habitual y se dirigieron al poblado de Teherán. Aunque en el señalamiento que había en la entrada constaba el número de pobladores (mil 500), el lugar parecía abandonado. Su calle principal desembocaba en el zócalo: un rectángulo de cemento bordeado de enebros y casuarinas. Lo rodeaban unos cuantos galerones muy bajos. Todos eran comercios, excepto el último: Escuela Primaria Niños Héroes.

Por las ventanas escapaba el sonsonete de la declamación que repetían los estudiantes: "Verde es la esperanza amada,/ blanca la inocente vida,/ colorada enrojecida/ es la llama del amor/ con que el niño mexicano/ debe tener en su mano/ el pabellón tricolor".

Don Emigdio detuvo su carrito en el zócalo, frente a la escuela, y le ordenó a Juan que tocara la corneta. Los perros que dormitaban a la sombra de los árboles se despertaron. Su escándalo acalló las voces de los niños que de inmediato aparecieron en las ventanas sin atender las indicaciones de su maestra: "A sus lugares. ¿Qué no oyen? ¡Vuelvan a sus pupitres!"

Las ventanas quedaron vacías, pero en la puerta de la escuela apareció una muchacha de vestido pardo, cabello oscuro y trenzado. "Señor, ¿no podrían irse con su carrito un poco más lejos? Los niños se distraen". Don Emigdio le preguntó quién era ella para darle órdenes. La joven no pudo responder: estaba rodeada de niños que le pedían permiso para acercarse al carrito.

En cuanto tuvieron su consentimiento, los alumnos cruzaron al zócalo. Preguntaban entusiasmados el precio de las banderitas, de los cascos, de los festones y de los rehiletes movidos por la fuerza del viento seco y ardiente. Ocupados en reunir las pocas monedas que tenían, no escucharon el llamado que la muchacha les hizo desde la ventana: "Ya estuvo bueno. Regresen". Esperó un momento y volvió a gritar desde allí: "Señor, que no le quiten el tiempo: ni van a comprarle nada". Los niños le contestaron con una silbatina.

Inquieto por el desorden que involuntariamente había provocado, don Emigdio les sugirió que volvieran a la escuela. Logró convencerlos bajo promesa de que permanecería en el zócalo hasta la salida de clases. Los niños aceptaron el arreglo y durante el resto de la mañana Juan y sus padres escucharon la machacona repetición, a veces interrumpida por la voz de la profesora: "Se equivocaron. Otra vez: Verde es la esperanza amada..."

III

El reloj de la iglesia marcó la una de la tarde. La cantinela infantil cesó y los alumnos regresaron al zócalo. Al final apareció la muchacha. Algunos niños la llaman por su nombre -Maura- y otros "maestra". Doña Margarita le preguntó por qué les daba clases a niños que eran casi de su edad.

"Hace un año se fue el maestro Humberto. Un día se puso malo y tuvo que irse a San Luis, porque aquí no hay doctores. Me dejó encargada del grupo y pues, ni modo, hago lo que puedo. Ahorita, por ejemplo, como ya se acercan las fiestas patrias, estoy recordando con los niños la recitación de la bandera que él nos enseñó. Le gustaba que la declamáramos en septiembre. Era una festividad muy bonita: poníamos adornos en la escuela y luego desfilábamos con la bandera. La que tenemos ya está toda descolorida. ¿Cuánto vale una grande como éstas que vende usted?"

Don Emigdio se quedó pensativo un instante y al fin le entregó a Maura una bandera: "Para ti no cuesta nada. Te la regalo". La muchacha retrocedió y dijo: "No, gracias, me da pena". Los niños gritaron. "Sí, seño, no sea mala. Deje que nos la regale". Maura la tomó con gran respeto mientras los niños la miraban en silencio. Alguien pronunció el primer verso del poema: "Verde es la esperanza amada..." Después otras voces continuaron con el resto de la declamación.

Poco a poco en quicios y ventanas aparecieron los habitantes fantasmales de Teherán. El reloj de la iglesia dio dos campanadas.

"Es hora de irnos", dijo don Emigdio. Mientras se alejaban de Teherán siguieron escuchando el coro de niños y en el centro la voz de Maura.

IV

Después, cuando Juan pudo ir a la escuela, rencontró a Maura en la figura de la mujer que en la portada de su libro de lectura aparecía orgullosa con la bandera en sus brazos. Ahora, cada septiembre, mientras empuja su carrito rebosante de banderas y rehiletes, Juan Puertos tiene la impresión de que regresa a Teherán.

Para revivir esa sensación, año con año se presenta ante su jefe y le pide permiso de ausentarse sin sueldo las dos primeras semanas de septiembre. No le revela el motivo. Sus compañeros lo atribuyen a aventuras con mujeres. Es cierto: Juan siente que al pregonar las banderas se rencuentra con Maura. La patria, para él, tendrá siempre el rostro de Maura.

 
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