Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 3 de septiembre de 2006 Num: 600


Portada
Presentación
Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA
H. D. Thoreau, un combatiente
DANIEL MOLINA ÁLVAREZ
Dos poemas
NEFTALÍ CORIA
Un Óscar al Auditorio
AGUSTÍN SÁNCHEZ GONZÁLEZ
In dubio, pro Grass
RICARDO BADA
El marxista herético
GRAHAM GREENE
De la historia y significado de la desobediencia civil
MAURICIO SCHOIJET
Al vuelo
ROGELIO GUEDEA
Mentiras transparentes
FELIPE GARRIDO

Columnas:
Y Ahora Paso a Retirarme
ANA GARCÍA BERGUA

La Casa Sosegada
JAVIER SICILIA

La Jornada Virtual
NAIEF YEHYA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

Danza
MANUEL STEPHENS

Tetraedro
JORGE MOCH

(h)ojeadas:
Reseña de Miguel Ángel Muñoz sobre La estética de la belleza

Poesía
Reseña de Luis Miguel Aguilar sobre La patria erótica


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ANA GARCÍA BERGUA

ENCAMADOS

Ya había escuchado de cierta clase de melancolía que obliga a algunos habitantes de Uruguay a meterse en cama una vez alcanzada cierta edad, y no salir de ahí; pasar entre las sábanas muchos años y de ellas trasladarse sin preámbulos al satín blanco del ataúd. Después de ver la película Whisky, con aquellos personajes tan lacónicos, la verdad es que semejante comentario no parecía del todo inverosímil. También recordaba, por ejemplo, alguna foto de Juan Carlos Onetti dando entrevistas, instalado en una cama de latón. Pero estaba segura de que semejante decisión no sólo es patrimonio de los uruguayos, si bien resulta de lo más interesante que una excentricidad tan poco entusiasta se pueda convertir en costumbre nacional; decir "a los sesenta y dos mi tío se metió a la cama", una especie de jubilación general, por llamarla de algún modo. Tanto así, que hace incluso unos pocos días encontré en la prensa española una aseveración similar, en un relato del escritor español José Manuel Caballero Bonald, sobre la propensión de su familia a encamarse a edades no tan avanzadas. Tampoco olvidaba de ninguna manera a Marcel Proust, el Gran Encamado, el escritor que hizo su vida en cama, o más bien que se acostó mucho antes de la cincuentena (él sí que tomó en serio lo de acostarse temprano) a revivir su vida en el papel, provisto de una especie de caja para apoyarse, una enfermedad que no se sabe bien hasta qué punto era imaginaria como justificación, y una renta suficiente, claro. Y nadie podría decir que el Proust de la cama era indolente: su ritmo de trabajo resultaba febril, si nos atenemos a los resultados, e incluso para escribir a sus amigos contándoles que no había podido trabajar por falta de fuerzas, gastaba decenas de cuartillas, escritas con caligrafía apretada. Se puede decir que tenía grandes energías incluso para quejarse de debilidad. Sería lo contrario de Oblomov, el personaje de la novela del ruso Goncharov –aunque es más conocido por la película de Mihalkov que pasaron hace unos años–, el cual se recluye en un diván y da la espalda al mundo por pereza.

Lo que sí es difícil, por lo visto, es separar de la literatura el tema de los encamados. Daría la impresión de que para llamar a la introspección, lo natural es acostarse (pregunten a cualquier psicoanalista), especialmente en días lluviosos como los que ahora nos agobian. Acostarse a leer –o a escribir– indefinidamente, pase lo que pase afuera, es costumbre incluso pleonásmica, pues la misma cama recuerda a un libro, e incluso en el inglés se utiliza la misma palabra para decir "sábana" y para nombrar a las hojas de papel, de modo que aquel que se encama a leer está refugiándose por completo, por dentro y por fuera, en unas páginas. Hacer una cama es, en ese sentido, labor de encuadernación. Y sobra decir hasta qué punto la ficción y la poesía tienden a confundirse con el sueño o con el delirio de la enfermedad. En realidad la cama resulta ser de por sí un territorio, en el que además de dirimirse las lides amorosas, como les llaman en las épocas de pasión, o la intrincada diplomacia de los matrimonios largos, es nuestro país más ceñido, el que sigue al de nuestras ropas, el que mejor contiene nuestro cuerpo y nuestra respiración. Por eso, quizá, al salir de viaje, pocas cosas extraña alguien como su cama. Hay siempre algo de tristeza al dejarla para levantarse, melancolía por ser expulsado de las sábanas tibias y el abandono del sueño. Recuerda que a sus hermanos y a ella, de pequeños, los padres les prometían, no sin cierta crueldad, llevarlos al "cine de las sábanas blancas" para que se fueran a acostar.

Pero aun cuando entienda todo aquello, hay algo que salta cuando piensa en lo de encamarse, no sólo a leer, sino a vivir, como una especie de jubilación de las piernas y de la conversación. Visto así, ¿habrá quien visita a un amigo en la cama, uno que no esté enfermo, ni convaleciente, ni especialmente deprimido, sólo encamado? ¿Cómo será la etiqueta en aquella situación? ¿Se les hará a los amigos íntimos un huequito? ¿Y a las personas de no tanta confianza, se les ofrecerá otra cama –de caoba o cedro, con sábanas bordadas– para instalarse a conversar? ¿Se tendrá un salón de camas elegantes para las visitas? ¿Y qué se hará con las migajas? ¿Y cómo será una vida sin tropezarse, porque uno ha tropezado de antemano? Qué cosa tan excéntrica, si es que de manera extendida se practica, como mudarse a otro país, al país de las sábanas blancas, o al limbo.