Usted está aquí: lunes 4 de septiembre de 2006 Opinión Pundonor y prudencia

Gustavo Iruegas

Pundonor y prudencia

Cuando, la tarde del primero de diciembre del año 2000, don Vicente Fox entró al palacio legislativo de San Lázaro para ser investido Presidente de la República, se le veía como un campeón de la democracia. Irónicamente inició su gestión violentando la ceremonia al trastocar el texto constitucional del juramento incluido en el artículo 87 y romper el carácter laico de la ceremonia con gestos y alusiones religiosas.

Los años de su gestión, cargados de dislates, incomprensión e ignorancia, y manchados por el abuso sobre las formas republicanas, el presupuesto y la ley transcurrieron lenta y penosamente, razón por la que ya se recuerdan fugaces y vacíos. Es ahora, al fin de su mandato, cuando se ha revelado abiertamente como un traidor a la democracia, que su gestión tiene consecuencias relevantes.

La tarde del primero de septiembre de 2006 la representación de la sociedad ofendida por el despojo electoral le impidió llegar a la tribuna del Congreso de la Unión, reunido para escucharlo. Se trató de un gesto de rebeldía, no de un desacato. Esos atrevimientos los practicaba él mismo cuando bailoteaba en las tribunas y los pasillos de la cámara con orejas de burro para ridiculizar al presidente en turno. El incidente resultará señalado más porque fue una osada respuesta a la insolencia del poder que por haber causado la cancelación de una obsoleta y rancia ceremonia. Sin embargo, tan significativo fue lo que ocurrió en el interior y a las puertas del recinto legislativo como importante fue lo que no ocurrió en la calle.

Aunque hay conciencia pública de que la negación de la voluntad popular obedece a una acción orquestada desde las cúpulas del poder y del dinero, la indignación pública se centra en las personas responsables directas del latrocinio: el presidente Fox, el consejero Ugalde, el juez Castillo... la fecha le dio el turno a don Vicente.

Como era de esperarse, hubo preparativos para la seguridad del Presidente. Pero no se trató de la usual presencia de los encargados de su seguridad personal, sino de la ocupación armada del recinto legislativo -irresponsablemente autorizada por el presidente de la Cámara de Diputados- y la suspensión de facto de las garantías individuales en varias cuadras a la redonda del palacio legislativo. El dispositivo fue exageradamente grande y aparatoso. En el interior del palacio hombres armados en todas partes: pasillos, oficinas, estacionamientos, entradas, salidas, salas y antesalas. En el exterior una auténtica cortina de hierro; identificaciones especiales para que los vecinos pudieran acceder a sus hogares; puestos de revisión tecnológica y manual; carros antimotines; francotiradores y tropas ataviadas con disuasivos atuendos robocópicos. Todo esto a lo largo de dos semanas. El lugar fue preparado para resistir un violento asalto del pueblo enfurecido; algo que puede causar mucho miedo.

Afortunadamente nada de eso ocurrió y el impresionante despliegue hubo de ser desmontado discreta y calladamente en la oscuridad de la noche. No se trata de un asunto menor. Lanzar a la tropa contra el pueblo tiene siempre consecuencias graves tanto en lo inmediato como en el corto y el largo plazos.

La matanza de Tlatelolco el 2 de octubre de 1968 se implantó para siempre en la memoria de la sociedad mexicana. Todavía se investigan sus orígenes y sus responsables aunque las últimas informaciones señalan al Estado Mayor Presidencial. Ocurrió hace ya 38 años pero todavía hay un fiscal buscando a quién castigar. Logró su objetivo inmediato de aplastar el movimiento estudiantil, pero ocasionó los movimientos armados de los setentas y significó el principio del cambio en el sistema político. Es un hito en la historia nacional y un estigma en la de nuestras fuerzas armadas. Fue ordenada para subsanar los errores de los políticos y se pagó con la sangre de los estudiantes y el prestigio de la institución castrense. En las fuerzas armadas no se ha olvidado la cobardía civil de los políticos que han pretendido trasladar su responsabilidad a los militares.

Ahí por 1990, la Secretaría de Educación elaboró, dentro de la serie de libros de texto gratuitos, un tomo de historia de México en el que se eliminaba el episodio de los niños héroes de Chapultepec. Además, al mencionar el 2 de octubre de 1968 se decía, palabras más palabras menos, que finalmente, el ejército intervino en el conflicto y el movimiento estudiantil llegó a su fin. Tanto la omisión cuanto la mención resultaron ofensivos para los militares mexicanos. La primera -que procuraba eliminar de la educación cívica mexicana el recuerdo de la invasión y la mutilación del territorio nacional, para propiciar la anexión a Estados Unidos- tocaba la gesta de los niños héroes, cadetes del colegio militar, el alma mater del ejército nacional. La segunda resultaba inaceptable porque trasladaba a los militares la responsabilidad de los civiles que ordenaron la matanza. El libro de texto debía decir explícitamente que el presidente ordenó la intervención del ejército.

También esta vez el Presidente ordenó el dispositivo, pero la noche del día primero podrá estar guardada en la memoria de los policías y militares que estuvieron en San Lázaro como el momento en que prevaleció la prudencia en la dirección del movimiento social y les eximió de atacar a su pueblo y tal vez, de tener que matar.

 
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