Usted está aquí: miércoles 6 de septiembre de 2006 Opinión Monsiváis: testigo y memoria

Javier Aranda Luna

Monsiváis: testigo y memoria

Un día cualquiera, cuando hacía antesala en la casa de Carlos Monsiváis, decidí sentarme en su escritorio de trabajo para conocer el entorno de su estudio desde su perspectiva: a mi espalda, libros de consulta, diccionarios, una Biblia de la estupenda versión de Casiodoro de Reina. A la derecha, una vitrina con más libros, fotos del mismísimo cronista y de algunos gatos, personajes de la película El mago de Oz y, en la angosta pared libre, una foto de Sebastião Salgado. La mina abierta de la imagen con sus rampas y sus túneles llenos de gente, parecen una visión moderna del infierno de Dante. La fotografía, claro, está dedicada a su amigo Carlos Monsiváis.

A la izquierda de su estudio, más imágenes, iconos laicos, sombras, presencias, que han acompañado a Monsiváis desde su juventud: Salvador Novo, en jarras, retando al fotógrafo; Jorge Cuesta, Xavier Villaurrutia, los ojos de María Félix retratados por Gabriel Figueroa -con dedicatoria de la actriz y del fotógrafo. Retratos de Monsiváis hechos por Cuevas y la mano del escritor dibujada por Rufino Tamayo.

También encuentro allí un grabado de Frida Kahlo y, en un lugar de privilegio, la primera página del manuscrito de Pedro Páramo. Juan Rulfo, por cierto, retrató a Monsiváis como consta en el archivo fotográfico del novelista.

La superficie del escritorio casi no existe. Alteros de libros, revistas, periódicos, cartas, hojas para reciclar, sólo permiten el espacio indispensable para que Monsiváis redacte sus manuscritos. Porque a Monsiváis la modernidad no le ha llegado. Poco importa que tenga tres computadoras para quienes transcriben sus manuscritos, él, de ninguna manera, las utiliza.

Pero su renuencia a las computadoras no es su único signo de rebeldía contra la modernidad. No usa automóvil ni teléfono celular (para qué, claro, si cuenta con amigos).

Y más allá de su estudio, al fondo, más libros y revistas, diez o 15 mil de los 40 mil volúmenes que conforman su biblioteca.

Gracias a los libros, o por culpa de ellos, de las cuatro sillas que están frente a su escritorio para recibir a las personas, sólo una esta libre. Las otras tienen, ya adivinó usted, como sus tres amplios sillones, torres de libros.

Aunque ignoro el orden de su biblioteca distingo, con facilidad, algunas zonas de interés: los libros de Contemporáneos en ediciones príncipe, las de Alfonso Reyes, Carlos Fuentes y Octavio Paz.

Recuerdo que hace años, en un homenaje a Monsiváis en el Centro Cultural San Angel, acudió sorpresivamente el poeta. Al final del acto los reporteros rodearon al Nobel y le preguntaron la razón de su presencia si ambos tenían tantas diferencias. El poeta, sin inmutarse, hizo uno de los más grandes elogios que he escuchado:

''Carlos Monsiváis y yo -dijo el poeta- estamos de acuerdo en lo esencial: los grandes escritores nos parecen grandes escritores, y los imbéciles, imbéciles.''

Pero más allá de su biblioteca Carlos Monsiváis mismo es una biblioteca virtual.

Su memoria es un fichero enorme en el que no sólo caben datos de publicaciones, películas, canciones, sino de una infinidad de anécdotas de quienes los escribieron o interpretaron, dónde y en qué circunstancias.

Monsiváis podría decir sin petulancia ''Confieso que he leído'' y parece que lo ha leído todo.

Uno no necesita recorrer su biblioteca para conocer sus intereses. En sus textos aparecen aquí y allá constancias de esa confesión que imagino y de la que podrían dar fe escritores, fotógrafos, pintores, arquitectos, cineastas, actores, actuarios, economistas, teólogos, veterinarios, políticos.

Ya he dicho en estas mismas páginas, que Monsiváis escribe todos los días un cuento: El cuento de la verdad y que sus personajes son de carne y hueso. Debí agregar entonces, y lo hago ahora, que en sus crónicas, ese género literario que sólo los sandios desprecian, su memoria alumbra los hechos de los que Monsiváis es testigo.

En sus textos, mucho más que en los de muchos historiadores, el pasado es presente, el pasado cuenta la cuenta de nuestros días.

Seguramente Juan Rulfo estaría contento con el premio otorgado a Monsiváis. Además de haber sido el primer jefe formal de Monsiváis (cuando trabajaron en Voz viva de México), refrendaría una amistad poco más que literaria.

También porque, aunque tarde, se premiaría a una literatura más allá de los géneros que ha sobrevivido, por decisión de los lectores, a muchas acrobacias y modas del circo literario.

 
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